—¿Gallo y Marcelo T? —dije obnubilado todavía por la
sensación de vértigo que me había proporcionado la Vespa. No recibí respuesta.
—¿Hey, Gallo y Marcelo T, me dijiste? —y sacudí mi espalda el tiempo suficiente
como para despertar al muchacho y obtener de él una respuesta certera.
—Sí, sí —murmuró frotándose el pelo y los ojos —es ese
edificio de ahí enfrente.
—Ese edificio existe desde que yo tengo... dejame pensar...
—Sí, tiene sus décadas —respondió y por primera vez vi en
Marcos una sonrisa pícara, casi infantil.
—Veo que la borrachera te dura. —Marcos se encogió de
hombros y se largó a reír con soltura— Por lo menos los años me sirven para
llegar a destino...
—Y tomar cerveza sin vomitar. Tiene razón, la experiencia
es cosa seria. Y no me río de usted, me río de mí, la mayoría de las veces me
siento como un viejo inexperto. No importa la edad que tenga, siempre me sentí
así: un viejo que no aprende.
—Será porque tenés la cabeza mucho más dura que el
corazón. Creéme, los viejos que no aprenden siempre tienen la cabeza mucho más
dura que el corazón.
Marcos estuvo a punto de decir algo pero se detuvo.
Pareció reflexionar internamente sobre mis últimas palabras. Algo en ellas lo
enmudecieron. Me miró como esperando otra de mis frases célebres y como no
obtuvo respuesta reaccionó como si lo hubieran despertado de una siesta en
medio de una clase magistral.
—Sí, claro, bueno, en fin —comenzó a balbucear con
desenfreno— quiero decir, ¿toma mate? —Negué con la cabeza. Detesto el mate y
todos sus derivados—. ¿Té? ¿Café? Creo que tengo café. Agua de la canilla
seguro.
—Un vaso de agua me vendría bien —dije más por compasión
que por verdadera necesidad. Al fin y al cabo lo entendía: la resaca, el
insomnio y la soledad no son buenas compañeras, más bien diría que son un trío
para el olvido. La resaca, el insomnio y un desconocido tal vez se lleven
mejor.
Marcos se mostró entusiasmado y nervioso a un mismo
tiempo. Miró en varias direcciones como si no supiera por dónde empezar hasta
que finalmente tomó por el manubrio la Vespa y dijo:
—Espéreme acá, dejo la moto y lo hago pasar.
—¿Te ayudo? —sugerí.
—Puedo solo, ya estoy mejor, puedo solo. Espéreme acá,
dos minutos, nada más.
Lo vi cruzar la calle haciendo esfuerzos por mantenerse
en pie. Acarreaba la moto y su cuerpo con tal dificultad que por un instante me
vi tentado de ayudarlo. A duras penas llegó a destino: uno de esos maxikioscos
24 hs en cuyo interior se podía ver la silueta de un veinteañero apelmazado
sobre un mostrador lateral. Intercambiaron apenas dos o tres palabras, nada de
un apretón de manos, ni un saludo cordial; sólo un par de palabras y el asunto
estaba resuelto. Marcos apoyó la moto sobre un poste que daba de cara al
kiosco, la sujetó con una cadena ridícula por su fragilidad y una vez salteado
el escollo de encajar la llave en el candado, giró sobre sus talones y volvió a
mi encuentro con una sonrisa torpe y nerviosa. Mientras venía hacia mí, me hice
un panorama de Marcos y su entorno: un muchacho solitario, receloso de su
intimidad, falto de práctica en cuestiones tales como recibir visitas en su
casa o saludar con mayor calidez a un vecino cualquiera. Es de los que evitan
el ascensor cuando advierten que viene ocupado, pensé, amigos tiene pero muy
pocos, dos en el mejor de los casos elegidos con cautela y puestos a prueba en
cuanta situación lo amerite. También, reflexioné continuando el escaneado
psicológico que por vicio suelo hacer cuando alguien me llama la atención, es
fachero y no lo sabe, por lo tanto las mujeres deben morir por él. Con los
tiempos que corren unas cuantas despechadas lo deben haber tildado de gay, pero
de ningún modo lo es. Es un elitista en los sentidos más variados de esta palabra:
evita las relaciones casuales con mujeres porque prefiere la muerte a
despertarse con alguien que no le interesa siquiera escuchar; recibió una buena
educación aunque debe cuestionar gran parte de lo aprendido; necesita con
urgencia un padre sustituto que haga lo que todo padre debería hacer y pocos
hacen: ayudarlo a lanzarse al mundo sin más exigencia que la de respetar sus
propios sueños porque vale la pena hacerlo más allá de toda pretensión
hedonista o exitista. Evita la ropa de marca, los celulares costosos y todo
aquello cuyo valor monetario no se condiga con su propia escala de valores. A
primera vista podría decirse que es de los que idealizan el pasado y todo lo
que se relacione con él: la motoneta arcaica, la Voighlander que ya no se fabrica,
su hogar con más de sesenta años de antigüedad, pero no. Y digo que no porque
nada en él lleva impresa una pose: no sabría cómo hacerlo, cómo mostrar una
determinada imagen hacia el afuera. Marcos es, simplemente es y no lo sabe y
como no lo sabe no siente la necesidad de mostrarse con tal o cual postura. Si
se relaciona con objetos pasados de moda es porque sabe distinguir lo bueno de
lo moderno; sabe que una Vespa, una Voighlander o un departamento con más de
cincuenta años de antigüedad en buen estado, resultan más prácticos y baratos
de mantener que algo nuevo, moderno o a estrenar. Esto no quiere decir que
reniegue de lo moderno, creo que si en efecto lo encasillaran como un adorador
de tiempos pasados, simplemente se descostillaría de la risa. Y lo haría con
ingenuidad y no con sorna... Y aquí mismo concluyó mi escaneo psicológico.
Ahora lo tenía frente a mí buscando las llaves dentro de uno de los bolsillos
de su mochila, al tiempo que con un leve cabeceo me indicó la puerta de entrada
del edificio.
Empujó la inmensa puerta de madera y me cedió el paso.
Como en la mayoría de los palieres antiguos, el ambiente conservaba una
temperatura fresca y agradable en contraste con el bochorno en el cual se sumía
Buenos Aires. A simple vista me agradó el lugar y no pude menos que hacerme una
idea de cómo sería el departamento de Marcos. Sin embargo nada de lo que
imaginé como su morada se condijo con la realidad. Subimos dos pisos por
escalera. “El ascensor casi nunca funciona”, aseguró en un tono que rozó las disculpas.
“En realidad lo que no funcionan son las personas que viven en este edificio”,
concluyó y yo, zorro viejo y nómada por antonomasia, agregué que por lo general
las personas no funcionan como grupo comunitario en ningún edificio porteño.
—No me pinta un buen panorama...
—¿Pensás mudarte?
Y antes de abrir la puerta de su departamento, frenó en
seco, me miró con una expresión tan profunda y segura que al día de hoy no
puedo olvidar, y dijo:
—Acá siempre tuve los días contados.
Claro que por aquel entonces aquella mirada me llamó la
atención por los motivos incorrectos: por primera vez luego de varias horas de
borrachera parecía totalmente sobrio y recompuesto. Pero mirándolo en
retrospectiva, recuerdo su contestación y todavía se me eriza la piel. Es como
si hubiera sabido perfectamente lo que más tarde le iba a ocurrir.
Quisiera preguntárselo, quisiera obligarlo a hablar,
arrancarle los tubos de oxígeno, saber tantas cosas que supe de él por boca de
otros, quisiera conocer la versión que no me contó de algunos hechos, quisiera
verlo respirar, sonreír, emborracharse, quisiera verlo abrazar a Gloria,
quisiera escucharlo gritar a los cuatro vientos que la ama por encima de todas
las cosas, quisiera conocerlo más, adoptarlo como a un hijo, habilitarlo en
todo aquello que necesite, incluso hasta quisiera verlo sufrir, retorcerse del
dolor, llorar en silencio o a gritos, insultar, pedir ayuda, caer de rodillas,
suplicar por sus sueños. Quisiera todo eso a verlo inmóvil sobre una cama de
hospital que pese a los esfuerzos de Gloria, cada vez se parece más a un ataúd.
No puedo, eso es todo, no puedo hacerlo hablar. Tal vez
por eso escriba. Tal vez la imposibilidad, los obstáculos, la falta de
recursos, lo imprevisible que resulta el simple hecho de respirar y vivir, la
incapacidad de no lograr asir lo deseado hayan sido mi droga. Tal vez esa droga
haya sido el motor de mi amor por Helena o el engranaje que se ponía en marcha
cada vez que escuchaba: “¿Escritor vos?, ¿y para morfar qué?, ¿conocés a
alguien del ambiente?, ¿no?, entonces andá buscándote otra cosa.” Lejos de
desalentarme tales comentarios me invadía una sensación tal de poderío y
fuerzas, una correntada de adrenalina que se deslizaba desde el centro mismo de
mi pecho y me recorría el cuerpo hasta llegar a las puntas de mis yemas y
obligarme a empuñar una lapicera y escribir. Qué sé yo, algunos empuñan un
arma, otros una aspiradora, otros tantos un volante, otros tal vez golpeen una
pelota con sus pies o con una raqueta, otros se valen de un bisturí, yo de una
lapicera. Todas las pasiones hieren, y la mía no fue una excepción.
Desde el día en que vi por segunda vez a Helena, la
pasión por la escritura se hizo carne y hueso. Por primera vez comencé a
escribir con la sangre que despedía mi corazón. Antes escribía con la sangre
que despedía mi cerebro, pero luego de verla entrar en ese edificio, sola, con
una bolsa de plástico en una de sus manos, me perdí en las entrañas de una
ciudad para reencontrarme con un corazón que se desangraba de impotencia. Fue
una experiencia extática, vale decir, una unión mística entre mis dedos y la
pluma, entre la tinta y mi sangre detenida en el punto mismo en el cual la
avisté cerrando la puerta del lado del conductor del Morris. La imagen de
Helena se me aparecía una y otra vez, desparramando cientos de palabras sobre
un cuaderno, haciéndome perder por completo la noción del tiempo y el espacio:
me transformé en un autista de la escritura, salvo que en esta ocasión el
objeto de mi deseo no eran las palabras sino Helena misma. Pocos supieron de
esta compulsión que se apoderó de mí durante seis meses. Me cuidaba de no
comentarlo por temor a que el hechizo se desvaneciera, o por temor a que me
tomaran por loco: al fin y al cabo, en ese momento, de Helena no conocía ni su nombre.
Desde luego mi cuerpo no tardó en evidenciar semejante desangramiento. Carlos,
mi antítesis, mi mejor amigo (todos nuestros amigos suelen ser nuestras
antítesis, de lo contrario serían enemigos) cierto día me llevó de prepo a una
farmacia, me subió a una balanza y me dijo: “Mirá”. Miré las agujas que
marcaban un número cualquiera y no entendí. “Perdiste diez kilos Abelardo.
Vamos, desembuchá”. De ahí, sin pausa me arrastró hasta un café, pidió dos
whiskys y luego de dos o tres sorbos y de una buena ración de maníes, le conté
toda la historia. Recuerdo con exactitud la total y absoluta falta de expresión
en el rostro de Carlos. Tomaba el whisky de a pequeños sorbos sin quitarme la
vista de encima, cada tanto encendía un puro que al rato apagaba para luego
volverlo a encender y nada más. No sabía qué esperar de él: si una buena paliza
verbal, una urgente internación en un psiquiátrico o quizás un eterno silencio.
Recuerdo eso sí, que esa falta de expresión, ese sorber de a poco el whisky,
ese encender y apagar el puro terminaron por infundirme tal tranquilidad, que
no me guardé nada. Cuando terminé el relato, Carlos pidió una segunda ronda y
mientras esparábamos el pedido dijo:
—Mirá, Lardo, locos estamos todos si eso es lo que tanto
te preocupa. La diferencia entre vos y el resto de los mortales, es que
nosotros solemos bajar nuestras locuras a la realidad. Eso es lo que hacemos
todos los días: bajar nuestras locuras a la realidad. A algunos se les nota
más, a otros menos, pero así funciona el mundo.
—Claro —dije a la defensiva—, la gran diferencia es que
yo bajo mis locuras a un cuaderno, y eso no es real.
Carlos me miró con algo que yo interpreté como
condescendencia, luego sonrió, volvió a encender su puro, lo aspiró con un
furor inusual en él y dijo:
—Bajar las locuras a un cuaderno es un don, Lardo, un don
que muy pocos poseen. La mayoría de nosotros nos pasamos la vida entera
intentando descifrar qué miércoles nos gusta hacer. Vos en cambio lo sabés, y
eso, creéme, eso es una gran ventaja.
—¿Entonces? —dije ciertamente sorprendido.
—Entonces te estás perdiendo un flor de minón, tarado.
Decíme una sola cosa: ¿Cuándo la viste por última vez?
—Hace seis meses y diez días.
—Seis meses y diez días… ¿Y qué esperás para buscarla,
eh? Ah, ya me imagino, pensás que si la buscás y la encontrás se te van a
acabar las palabras, que ya no vas a tener nada más para decir. ¿Es eso?
Y entonces negué con la cabeza lo que treinta y cinco
años más tarde mi corazón se encargaría de afirmar con ochocientos millones de
sí. Porque sí, era eso y se lo negué: tenía un pavor indecible a buscarla,
encontrarla y que el hechizo se desvaneciera. Nunca hasta entonces había podido
escribir con tal fruición. Las palabras me salían solas, y solas conformaban
oraciones que se transformaban en párrafos, en párrafos que sin que me diera
casi cuenta se convertían en capítulos, en mi primera novela, en el comienzo de
todo aquello que siempre había ansiado y no había podido plasmar. A Dios
gracias se lo negué a mi antítesis, a Carlos, a mi mejor amigo.
—No te creo, idiota. No te creo nada. Y llegado a este
punto te voy a decir sólo dos cosas: una es que se puede escribir y vivir al
mismo tiempo, y la otra, la otra es que tenés un orto más grande que el de un
elefante en celo, lástima que tengas complejo de hormiga.
—¿Suerte, yo? ¿De qué estás hablando, Carlos?
—Dios mío, nene. Ahora entiendo por qué te mirás tanto el
ombligo: porque lo tenés tan grande como el orto. Ombligo de elefante te voy a
llamar de ahora en más. ¿Sabés cuántas veces me pasó lo que te pasa a vos?
—Por lo menos cien…
—Ninguna, Lardo, ninguna. Porque cuando veo a una mina
que me gusta no se me para el corazón, se me para el pito. Nunca me faltaron
minas porque siempre me faltó una mujer. El día que se me pare el corazón antes
que el pito, me caso, eso dalo por hecho.
Se hizo un silencio incómodo entre ambos hasta que Carlos
encendió una vez más su puro, lo aspiró una, dos y tres veces y de improviso se
escapó de su boca, junto con el humo, una sonrisa que conocía demasiado bien.
—Ni lo pienses, Carlos, ni se te ocurra —dije queriendo
evitar lo inevitable.
—¿Y por qué no? Eso sí, antes de hablar dame una buena
razón... no me vengas con...
—¡Porque es mía! —exclamé y el bar entero se giró para
echar un vistazo al maniático que osó gritar entre tantos susurros monocordes.
Carlos ni se inmutó. Es más, volvió a sonreír, tomó otro
sorbo de whisky, hizo un leve gesto de asentimiento para sí, como si toda la
conversación se dirigiera al lugar exacto que él esperaba.
—¿Tuya? No, Lardo, esa mujer no es tuya, esa mujer
pertenece a la comunidad masculina universal. El día que hagas algo, qué sé yo,
le hables, le preguntes su nombre, la invites a salir, ese día, tal vez y sólo
tal vez comience a ser tuya. No quiero ser traicionero, pero tu descripción
sobre la fulana me llamó bastante la atención. Por otra parte me diste datos
suficientes como para encontrarla. Yo no dudo, Lardo, yo voy y encaro. Vos
hasta no hace mucho eras igual. Digo, minas nunca te faltaron, es más, hasta
alguna vez llegué a envidiarte: entre vos y yo siempre te eligieron a vos, y
eso que pinta y guita no me falta. Pero en fin, ahora que te poseyó el demonio
del creador masoquista, tengo mi oportunidad. Si no avanzás vos, avanzo yo.
Elegí, te doy... veamos, veinticuatro horas. Si en veinticuatro horas no me das
una respuesta, avanzo.
Ante la severidad y convicción de mi archi mejor amigo
Carlos, no tuve más alternativa que responder al instante:
—La voy a buscar y la voy a encontrar.
Carlos apagó el puro, pagó la cuenta, se incorporó de la
silla, me dio una palmada en la espalda, y antes de partir dijo:
—En un mes quiero resultados. Ah, y no te preocupes por
la escritura que si esta mina es tu verdadera mujer, algún día vas a terminar
escribiendo no sólo este encuentro, sino tu vida misma.
Gracias, Carlos, gracias por aquel sopapo, por tus
peculiares demostraciones de amistad, por haberme sacado en más de una ocasión
de los fosos que yo mismo me cavé, por conocerme tanto, por exigirme tan poco,
por darme la posibilidad de conocer a Helena y también... también por haberla
salvado de mí a tiempo.
Volver a capítulo 3.
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