Despertó de un sobresalto y al grito de ¡gloria!
—¡Gloria a Dios en el cielo! —dije— Por un momento pensé
en llevarte a un hospital. ¿Estás mejor?
Marcos se frotó los ojos y la cara entera. Tenía las
pupilas dilatadas, el pelo revuelto y las facciones distendidas. La inocencia
del recién desvelado siempre me deslumbró. Dura lo que nuestra mente tarda en
reacomodarse al mundo: segundos, con suerte minutos. Recuerdo la primera vez
que vi a mi mujer despertarse, (y eso ocurrió unos cuantos años después de
iniciada nuestra convivencia, nunca fui madrugador) y me asusté. No por su cara
de dormida, sus facciones laxas o su falta de maquillaje. Me asusté porque ahí
fue donde descubrí que estaba completamente enamorado de la verdadera Helena,
esa que intuí en nuestro primer encuentro y que luego olvidé con el paso de los
años. Hasta que un hecho aparentemente tan insulso como verla despertar, me la
recordó en todo su esplendor. Me enamoré de esa Helena cándida y vulnerable en
su inconsciencia de ser vista por la mirada ajena. Era ella, lo supe cuando la
vi por primera vez sola y pensativa en el asiento derecho de un Morris modelo
38. De entre todas la personas que circulaban por la calle Peña, el pelo
levemente rojizo que le caía por los hombros, la ventana baja, un brazo casi
albino que se mecía con la misma parsimonia con que se escapaba el humo del
cigarrillo que tenía en su mano, los ojos té con leche perdidos en un punto
fijo aunque impreciso, me obligaron a detenerme. Con la esperanza de
eternizarla, durante veinte minutos simulé esperar a un colectivo. Desde allí
podía verla de frente y contemplar su ensimismamiento como un espectador
privilegiado. Pese a mi obstinación nuestras miradas nunca se encontraron.
Quería que me viera pero también disfrutaba el hecho de que no lo hiciera, de
poder observarla, de adivinar sus pensamientos, de creer entender que algo le
preocupaba, que su mente se estaba haciendo una y mil preguntas aunque su
cuerpo entero permaneciese quieto, salvo por el brazo que iba y venía aun
cuando hubo terminado un segundo cigarrillo. Pocas veces había visto a una
mujer que no se distrajese con el entorno, creo que ninguna si lo pienso un
poco mejor. Y entonces, luego de veinte minutos de intentar presentir su vida,
su pasado, su forma de ser, sus sueños y pesares, supe que esa mujer debía ser
mía, que así me llevase la vida entera volverla a ver, sería mía. Algo la
diferenciaba del resto y no podía ni quería dejarla pasar. ¿Qué hacer? Pensé en
acercarme con cualquier excusa pero temí asustarla, incluso se me ocurrió
hacerme el desmayado para así llamar su atención aunque enseguida esta idea me
pareció tan ajena a mis escasas dotes teatrales que la descarté de lleno.
Insistí con la mirada, practiqué algunos movimientos extraños, me bajé de la
acera simulando impaciencia por la llegada del supuesto colectivo, todo con tal
de acercarme un poco más, de tenerla justo enfrente de mí, pero nada. Helena
habitaba un mundo que no me pertenecía, un mundo en donde sus risas, sus
pesares, sus vivencias, sus amistades, su familia y sus sueños me eran
completamente ajenos. Tan ajeno y tan extraño como ese hombre entrado en años
que de improviso se subió al volante del Morris, la besó en los labios y sin
decir palabra encendió el motor. Quedé petrificado. La realidad, disfrazada de
un hombre maduro, me la estaba arrebatando y yo ahí, observando el despótico
devenir de los acontecimientos. En un acceso de lucidez memoricé el número de
la patente y luego, olvidando por completo esa racionalidad que guía nuestros
quehaceres cotidianos, me largué a correr detrás del Morris. Trescientos metros
gritando como un enajenado, haciendo señas, esquivando autos y personas no
fueron suficientes. El Morris dobló en una esquina, aceleró la marcha y me dejó
con la extraña sensación de haber perdido algo que hasta entonces nunca me
había propuesto buscar: el amor.
—¿Qué hora es? ¡Gloria me espera! ¿Entiende? ¡Gloria me
espera y ella no es de esperar!
—Claro que no espera —le contesté al muchacho siguiendo
el curso de lo que por entonces me tenía a maltraer—, la gloria nunca espera.
—¿Cómo dijo? —preguntó Marcos ya despierto y en actitud
desafiante.
—Son las doce y media —respondí chequeando mi reloj
pulsera.
—¿Qué dijo de Gloria? —insistió Marcos ahora pálido y
dispuesto a sonsacarme una respuesta.
Guardé silencio. Era evidente que no hablábamos de lo
mismo aunque el hecho de que nuestras preocupaciones llevaran igual nombre me
produjo una sensación de extrañeza sólo comparable a un déjà vu. Marcos se
frotó el mentón, quiso decir algo pero se contuvo. En cambio dejó escapar una
leve sonrisa que interpreté poco amigable al tiempo que guardó con meticulosa
parsimonia sus pertenencias dentro de la mochila.
—¿Usted la conoce? ¿Usted también la conoce?
Quise decirle que sí, que conocía la gloria, que alguna
vez la había estrechado entre mis brazos para luego, sin saber todavía por qué,
la había dejado ir, o ella misma se había largado. Impaciente ella, impaciente
yo, ciclotímica ella, incapaz de adivinarla yo. Mis ojos se humedecieron, la
cerveza ingerida empezaba a hacer mella en mi ser sacando a la luz una verdad
hasta entonces evadida: mi pasada gloria no provenía de mis antiguos escritos,
de mi ambición por querer alcanzar el éxtasis a través de las palabras, por
crear historias que fueran únicas e irrepetibles, por eternizarme de la mano de
letras que luego conformaran palabras, conceptos o mensajes. Al igual que
Marcos mi verdadera gloria tenía su génesis y su ocaso en la figura de una
mujer.
A punto estuve de decir “Conozco a Helena, o por lo menos
creí conocerla”, pero eso hubiese sido agregar más confusión. Bastante tenía
con descubrir, borracho y todo, semejante revelación. Yo, el hombre de la
férrea vocación literaria, el que se había abierto paso a fuerza de perseverar
en lo que se suponía era mi único destino: arrojarle al mundo todo lo que tenía
para decir, descubría, en compañía de un joven treinta años menor que yo,
aunque un treinta por ciento más borracho, que ese sino nada tenía que ver con
lo dicho, lo escrito o lo hablado. Mi destino y ahora lo sé, el de Marcos
también, tenía que ver con todo aquello que no se había dicho a tiempo.
Escribo esta historia porque me han dicho que no la
cuente. También la escribo porque Marcos
por el momento no tiene posibilidades de hablar. Porque pese a las opiniones
desfavorables de mi editor, de mis colegas y de mis allegados, creo que esta
historia merece ser contada aquí y ahora. Porque no me puedo dar el lujo de
esperar veinte años más para que sea comprendida. Y porque entiendo que la
comprensión no llega con los años sino con la valentía de querer comprender.
Los hospitales me hacen mal. Acaso es el olor, acaso la
desvergonzada escenografía plagada de caños mal pintados, pisos en extremo
transitados, silencios obligados, susurros suspendidos en la ignorancia de los
que rodean al enfermo; acaso sea la gélida iluminación en contraste con sábanas
que prometen con su blancura una pronta mejoría. Quizás la escasez de palabras
de los médicos que saben mucho y dicen poco o las impolutas zapatillas de las
enfermeras que se pasean de aquí para allá con sus movimientos resueltos y sus
miradas de condescendencia mal disimuladas. Todo el conjunto está allí para
salvarnos o para despedirnos. Y eso, por más que confiemos en la ciencia, en
Dios, en Buda o en la Patria, nadie lo sabe. Incluso la muerte ha sacado turno
y espera ser atendida.
Gloria ha hecho lo imposible por metamorfosear la
escenografía de la habitación: trajo sillas, portarretratos, tazas de té y café
de diversas formas y colores; nada de flores o plantas. Sí en cambio un
acolchado escocés y una lámpara de mesa imitación Tiffany que noche tras noche
libra una lucha sin cuartel contra los tubos fluorescentes. Incluso me trajo a
mí como parte de la decoración. Dice que le recuerdo a un tío que en su
infancia adoró pero que ya no ve. Accedí a sus ruegos porque sólo aquí puedo
escribir. Me basta con sentarme a un lado de la cama y oír la respiración
constante de un muchacho que todavía tiene mucho por enseñarme.
“El pronóstico de Marcos es reservado” dicen los médicos
y yo me río. Me río porque siempre lo fue. El pronóstico de Marcos siempre fue
reservado. Veinticinco horas y media de curiosidad y grata compañía hicieron
falta para resquebrajar una parte de esa reserva. ¿Cuántas horas harán falta
para romper la nuestra? La de usted, estimado lector, que tal vez ansíe leerse
entre las líneas de su propia vida para transformar un pronóstico del cual
nadie escapa; o la reserva del médico, que se debate entre la ciencia y los
imprevistos, los de sus pacientes y los de su propia existencia. Nadie escapa a
tal pronóstico, y no porque vayamos a morir, asunto inevitable si los hay, sino
porque vivimos queriendo resquebrajar ese pronóstico de reserva que nos aleja
de nuestros semejantes por creerlos diferentes y nos acerca muchas veces cuando
ya es demasiado tarde.
Escribo al compás de su respiración, de la inmovilidad de
su cuerpo, de los recuerdos de las charlas que compartimos. Escribo al compás
de su último deseo, por lo menos el último que me confesó y que conformará, en
su honor, el final de esta historia. Pero para llegar al final, deberemos
volver a la costa del Río de la Plata y responderle a ese Marcos tenso y
ansioso.
—No conozco a tu Gloria, si eso es lo que te preocupa.
Marcos quiso incorporarse y no pudo. Simuló seguridad en
un segundo intento y luego de varios balanceos y algunos tropiezos, logró
mantenerse en pie.
—Entonces lo alcanzo a lo de Paco —dijo señalando una
motoneta desvencijada que descansaba sobre el tronco de un árbol ubicado a una
decena de metros.
—No creo que estés en condiciones de alcanzar a nadie. En
todo caso te alcanzo yo a vos. En mis años mozos tuve una parecida a la tuya.
—Ni lo intente, a Paco no lo quiero ver. Hablen ustedes y
déjenme a mí en paz.
—Paco es tu hermano ¿no es verdad?
Marcos asintió de mala gana como dándome a entender que
me seguía la corriente porque el cuerpo no le daba para otra cosa.
—Lo supe porque vos mismo me lo dijiste —continué—. Y no
los conozco, ni a vos, ni a tu hermano Paco ni a tu bendita Gloria. Ahora, si
no querés matar a alguien manejando en ese estado, dejá que conduzca yo. Te
dejo en tu casa con tu paranoia a cuestas. Con suerte nos volveremos a
encontrar en otra vida.
Toda la tensión acumulada en el cuerpo del muchacho se
desplomó con estas últimas palabras.
—No le creo —alcanzó a decir sin demasiada convicción.
—No me importa —respondí con el suficiente convencimiento
como para dar el asunto por terminado. De inmediato me incorporé, me quité de
encima los restos de pasto adosados a la ropa y sin más explicación caminé,
haciendo esfuerzos por ocultar el mareo cervezeril, hasta la motoneta. Allí me
encontré con la réplica exacta de aquella Vespa que supo transportarme durante
mis primeros años de noviazgo con Helena.
¿Qué demonios es todo esto?, pensé inquieto y emocionado
a un mismo tiempo. Emocionado porque todo parecía conjurarse para que, luego de
una década de indiferencia y estancamiento, de mujeres fáciles y de escritura
imposible, recordase aquello que sin
proponérmelo había dejado en el exilio de mis recuerdos. Inquieto porque nunca
creí en las coincidencias y jamás me permití el lujo de la sugestión. Todos,
absolutamente todos mis logros en esta vida se debieron única y exclusivamente
al esfuerzo.
—Un fierro —murmuré embargado por el pasado hecho
presente. Un pasado reencarnado en una Vespa que vendí con el objeto de
publicar mi primer libro de cuentos.
—No está en venta —dijo Marcos en tono imperante.
No lo esperaba ahí, detrás mío, con la mirada perdida
pero también con la entereza de quien conoce sus gustos y los respeta. Me
sobresalté por la rapidez con la que se deslizó hasta donde me encontraba;
cualquiera en su estado hubiese tardado minutos, no segundos. Cualquiera
también se hubiese trasladado a tropezones, haciendo ruido, o por lo menos
musitando incoherencias. Marcos no. Pese a su estado y a su completa ignorancia
etílica se acercó en silencio, como un fantasma que no incrusta sus pies sobre
el pasto embarrado, que no habla cuando las circunstancias no lo ameritan, como
un espectro que se hace notar sólo cuando él lo desea y no antes.
—Lo bien que hacés. A tu edad tuve una igual.
Por primera vez descubrí en Marcos una mirada de sorpresa
que pronto se desvaneció. Fue un semblante fugaz pero certero. Algo le llamó la
atención de mi comentario.
—¿Se la robaron? —dijo haciendo esfuerzos por mantenerse
sobrio y en pie.
—No, mucho peor, la vendí. La vendí en pos de un sueño
que resultó ser mi primer fracaso.
Guardó silencio, miró la punta de sus pies, pateó algunos
trozos de barro seco y finalmente dijo evitando conectar su mirada con la mía:
—Lléveme. Es lo mejor. Lléveme a casa. Gloria ya no me
espera —y dicho esto último, cayó de rodillas con todo el peso de su cuerpo y
comenzó a vomitar nuevamente.
Lo ayudé a evacuar con una estrategia simple pero
efectiva: “Fideos con mayonesa”; “carne con dulce de leche”; “salmón con
mermelada de naranja y mostaza”. Nunca falla, basta con nombrar algunos de
estos latiguillos para que el borracho en cuestión se limpie por dentro. Con
cada nuevo menú, una nueva arcada, con cada nueva arcada un nuevo vómito, con
cada nuevo vómito una pizca de sobriedad.
Pasado un cuarto de hora nos subimos a la Vespa y
emprendimos el camino hacia el departamento de Marcos.
Le doy vueltas al asunto y todavía no se me ocurre cómo
describir la sensación de conducir luego de casi treinta años una motoneta. No
una motoneta, ¡una Vespa, por Dios! El aire cálido de Buenos Aires rozaba
nuestras caras. Más bien la mía puesto que Marcos se había acomodado de tal
forma (la cabeza ocultándose detrás de mi espalda, los brazos firmes rodeando
mi cintura) que probablemente no hubiese notado la diferencia entre su moto o
un colectivo. Pero yo sí lo noté, ¡cómo no iba a hacerlo! En cuanto emprendí la
marcha sentí la omnipotencia de los veinte años. La sentí en todo el cuerpo:
los pulmones preñados de oxígeno, los reflejos resucitados como por arte de
magia. Sabía cómo hacerlo, cómo maniobrar, cómo doblar una esquina sin perder
el control ni por un instante, cómo pasarle de refilón a un auto achanchado. De
todos modos pronto volví a la realidad de mis presentes días: no por nada uno
cumple años, cincuenta y nueve en mi caso lo obligan a uno a tomar conciencia
de la responsabilidad de tener un copiloto borracho y que bien podría ser mi
hijo. Pero la prudencia adoptada luego de unas cuadras de revivir la
experiencia de la Vespa no me impidió remontarme a todo aquello que viví sobre
ella: las chicas siempre dispuestas a subirse, salvo Helena. Claro, salvo
Helena. La única que me aconsejó no venderla fue la única que nunca aceptó
subirse.
La esperé durante meses en la misma parada de colectivos
en donde la vi por primera vez; perseguí a cuanto Morris se me cruzó por el
camino; en vano investigué los antecedentes del número de patente, pregunté en
las cercanías de la parada si la habían visto: “¿A quién?”, me preguntaban y
entonces enmudecía porque lo único que tenía para responder era: “A la mujer de
mi vida”.
Un año y dos meses más tarde ya había perdido las
esperanzas, esto quiere decir, había vuelto a dejarme conquistar por chicas que
se embobaban de igual modo con mi Vespa que con un poema. Las odiaba, les
tendía trampas, escribía garabatos inentendibles y se los recitaba sólo para
comprobar el grado de idiotez y de hipocresía de la que eran capaces. Todas,
tarde o temprano, caían en la trampa, y entonces no tenía más remedio que
despacharlas como equipajes de ropas que han caducado porque la vida es así,
porque un buen día ese sweater que a uno le llamaba la atención ya no merece la
menor importancia.
Andaba por la vida mirando sin mirar, ahora que lo pienso
era como una especie de Marcos pero fanfarrón: nada me llamaba la atención
salvo mis propios pensamientos. Tenía la mirada puesta para adentro, a tal
punto, que podía llegar al final del día sin recordar ni un solo detalle de los
lugares y las personas que había frecuentado. Todo pasaba por las palabras que
podría llegar a escribir, por los cuentos que podría llegar a inventar, por las
novelas que algún día plasmaría sobre el papel, por los inmejorables poemas que
recitaba para mis adentros y que luego olvidaba porque nunca se me ocurría tener
una libreta y una lapicera a mano. Todavía no entiendo cómo en ese estado de
autismo severo una tarde de invierno mis ojos se detuvieron en el perfil de
Helena. El episodio resultó sobrenatural: la reconocí al instante, de hecho
hasta entonces una sola vez la había visto y ni por un segundo dudé que fuera
ella. Pero lo sobrenatural no sólo se debió a esto (no soy especialmente
fisonomista, más bien todo lo contrario), sino al modo en que mis ojos hicieron
foco en su perfil. Yo andaba con mi Vespa a la altura del Hospital Alemán rumbo
al monoambiente que por aquel entonces era mi hogar, rumiando en un nuevo
cuento que, estaba seguro, me lanzaría al estrellato, doblé por Beruti en vez
de hacerlo por Arenales como era mi costumbre y al girar sentí algo parecido a
un travelling cinematográfico: mi vista se fue deslizando en cámara lenta hasta
detenerse en el rostro de Helena. Todo esto que describo duró un microsegundo
que se eternizó en una imagen sin tiempo ni espacio, quizás por la sensación de
liviandad y perfección que sentí al contemplarla justo cuando estaba
concentrada en cerrar la puerta del lado del conductor del Morris. Continué la
marcha unos cincuenta metros más con la imagen de Helena proyectada en mi
mente. Fue tal la impresión de perfecta sincronicidad que sentí al doblar la
esquina y contemplar su absorto perfil, que por un instante no supe si quedarme
con aquella imagen para atesorarla así de perfecta, así de intangible, o
bajarla de un frenazo a la realidad para ponerle un nombre, un apellido y sobre
todo una humanidad, eso es, una humanidad. La disyuntiva se resolvió por sí
sola: el Abelardo abierto, franco e impulsivo resurgió de improviso de entre
las cenizas, arrojó sobre el cordón de la vereda la motoneta y volvió como un
enajenado sobre sus pasos en busca de esa mujer que ya no tenía intenciones de
volver a perder.
A medida que avanzaba hacia el Morris un cambio paulatino
se fue operando en mi interior. Mi objetivo era claro: le hablaría. Al fin y al
cabo, pensaba, tengo tantas posibilidades de perder como de ganar. No obstante,
con cada nuevo paso dado, las preguntas comenzaron a acosarme: ¿Y si me toma
por loco? ¿Qué le digo? ¿Me acerco y simulo confundirla con una vieja conocida?
No tenía respuestas y, una vez delante del Morris, comprendí que las respuestas
eran lo de menos puesto que ahora tampoco la tenía a Helena. Miré en todas
direcciones con las manos sudadas y el pecho a punto de estallar: nada, salvo
una leve llovizna y algunos pocos transeúntes completamente ajenos a mis pesares.
Debí haber frenado en seco. Nunca debí haberla perdido de vista, me dije al
tiempo que observaba de soslayo el maldito Morris ahora vacío y cubierto de
agua. Pese a que en nuestro primer encuentro un hombre maduro se había subido
del lado del conductor, besándola en los labios y poniendo el auto en marcha
para alejarla no sólo de mí, sino de tantos otros que seguro la añorarían igual
o incluso más que yo (así de metejoneado estaba) comprendí que la dueña del
vehículo era ella. Me bastó mirar con disimulo el interior para comprobarlo:
allí dentro había un desorden de la mujer que yo adivinaba en Helena, vale
decir, un desorden estudiado aunque distraído. Por entre las gotas de lluvia
que se deslizaban por las ventanas del Morris descubrí unas cuantas carpetas
apiladas, un abrigo, dos sombreros y algún que otro boceto aquí y allá que por
efecto de la humedad reinante no logré identificar si eran dibujos, acuarelas o
pequeñas pinturas al óleo. Helena no estaba pero podía verla, adivinar su
personalidad atenta aunque ensimismada, segura aunque caótica, atractiva aunque
difícil de conquistar. Sus objetos hablaban por ella, la disposición de los
mismos me la describían tal y como la había imaginado durante un año y dos
meses. Pero eso no me bastó: ahora que el Abelardo impetuoso había resurgido de
entre las cenizas, miré de lado a lado, elegí una dirección y me encaminé en su
busca.
Entré en cuanto negocio intuí que podría estar; crucé la
avenida Pueyrredón una, dos y tres veces; increpé a la recepcionista del Hospital
Alemán alegando que buscaba a mi mujer: un metro sesenta y cinco, el pelo
castaño rojizo, tez blanca, sí, muy blanca, vestida de negro, sí, toda de
negro. “No, joven”, respondió con segura parsimonia, “aquí no ha entrado nadie
con tales características. Pudo haberlo hecho por la entrada de Beruti y
Ecuador, aunque le recomiendo…” Salí disparado del Hospital, los segundos
corrían y yo junto a ellos, librando una batalla contra la posibilidad que se
esfumara de una vez y para siempre. Pero el auto seguía estacionado en el mismo
lugar, ése era mi único consuelo. Decidí, en un rapto de lucidez, recorrer las
inmediaciones sin perder de vista el vehículo. Caminé en dirección a la calle
Arenales husmeando entre las vidrieras de los negocios: nada. Volví sobre mis
pasos para cerciorarme de que el vehículo se encontrara en su lugar y fue
entonces cuando la vi en la esquina de Beruti y
Pueyrredón con una bolsa de plástico en una de sus manos, esperando a
que el semáforo le cediera el paso para cruzar. El primer impacto me paralizó:
estábamos a una distancia de ochenta metros uno del otro y mis piernas no me
respondían. Era tal la impresión que me causaba verla, no sólo verla, sino
observarla sin que me viera, que de no haber sido por el bocinazo de un taxista,
seguro la hubiera perdido otra vez. “Movete, cara de gil”, me gruñó el bendito,
salvador y bienhechor taxista porteño. “Sí, claro, tiene razón, gracias, muchas
gracias, le debo la vida”, le respondí al tiempo que mis miembros aletargados
emprendieron una marcha algo peligrosa: sin quitarle los ojos de encima a
Helena, crucé la avenida en diagonal. Setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta,
treinta, le digo hola qué tal, veinte, qué ojos, por Dios, diez, cinco… y ni
siquiera tuve tiempo de pronunciar la maldita “h”. Justo antes de cruzarnos,
Helena giró hacia su izquierda, metiéndose en la puerta de entrada de un
edificio, sacó algo de su cartera ¿las llaves? y yo, demudado ante el
imprevisto infortunio (todo sucedió tan rápido), la observé el tiempo necesario
como para que no me viera y me perdí en las entrañas de la ciudad.
Volver a capítulo 2.
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