Lo Último

Versus. Una novela de Lucila Satti. Capítulo 3.


            Despertó de un sobresalto y al grito de ¡gloria!
            —¡Gloria a Dios en el cielo! —dije— Por un momento pensé en llevarte a un hospital. ¿Estás mejor?
            Marcos se frotó los ojos y la cara entera. Tenía las pupilas dilatadas, el pelo revuelto y las facciones distendidas. La inocencia del recién desvelado siempre me deslumbró. Dura lo que nuestra mente tarda en reacomodarse al mundo: segundos, con suerte minutos. Recuerdo la primera vez que vi a mi mujer despertarse, (y eso ocurrió unos cuantos años después de iniciada nuestra convivencia, nunca fui madrugador) y me asusté. No por su cara de dormida, sus facciones laxas o su falta de maquillaje. Me asusté porque ahí fue donde descubrí que estaba completamente enamorado de la verdadera Helena, esa que intuí en nuestro primer encuentro y que luego olvidé con el paso de los años. Hasta que un hecho aparentemente tan insulso como verla despertar, me la recordó en todo su esplendor. Me enamoré de esa Helena cándida y vulnerable en su inconsciencia de ser vista por la mirada ajena. Era ella, lo supe cuando la vi por primera vez sola y pensativa en el asiento derecho de un Morris modelo 38. De entre todas la personas que circulaban por la calle Peña, el pelo levemente rojizo que le caía por los hombros, la ventana baja, un brazo casi albino que se mecía con la misma parsimonia con que se escapaba el humo del cigarrillo que tenía en su mano, los ojos té con leche perdidos en un punto fijo aunque impreciso, me obligaron a detenerme. Con la esperanza de eternizarla, durante veinte minutos simulé esperar a un colectivo. Desde allí podía verla de frente y contemplar su ensimismamiento como un espectador privilegiado. Pese a mi obstinación nuestras miradas nunca se encontraron. Quería que me viera pero también disfrutaba el hecho de que no lo hiciera, de poder observarla, de adivinar sus pensamientos, de creer entender que algo le preocupaba, que su mente se estaba haciendo una y mil preguntas aunque su cuerpo entero permaneciese quieto, salvo por el brazo que iba y venía aun cuando hubo terminado un segundo cigarrillo. Pocas veces había visto a una mujer que no se distrajese con el entorno, creo que ninguna si lo pienso un poco mejor. Y entonces, luego de veinte minutos de intentar presentir su vida, su pasado, su forma de ser, sus sueños y pesares, supe que esa mujer debía ser mía, que así me llevase la vida entera volverla a ver, sería mía. Algo la diferenciaba del resto y no podía ni quería dejarla pasar. ¿Qué hacer? Pensé en acercarme con cualquier excusa pero temí asustarla, incluso se me ocurrió hacerme el desmayado para así llamar su atención aunque enseguida esta idea me pareció tan ajena a mis escasas dotes teatrales que la descarté de lleno. Insistí con la mirada, practiqué algunos movimientos extraños, me bajé de la acera simulando impaciencia por la llegada del supuesto colectivo, todo con tal de acercarme un poco más, de tenerla justo enfrente de mí, pero nada. Helena habitaba un mundo que no me pertenecía, un mundo en donde sus risas, sus pesares, sus vivencias, sus amistades, su familia y sus sueños me eran completamente ajenos. Tan ajeno y tan extraño como ese hombre entrado en años que de improviso se subió al volante del Morris, la besó en los labios y sin decir palabra encendió el motor. Quedé petrificado. La realidad, disfrazada de un hombre maduro, me la estaba arrebatando y yo ahí, observando el despótico devenir de los acontecimientos. En un acceso de lucidez memoricé el número de la patente y luego, olvidando por completo esa racionalidad que guía nuestros quehaceres cotidianos, me largué a correr detrás del Morris. Trescientos metros gritando como un enajenado, haciendo señas, esquivando autos y personas no fueron suficientes. El Morris dobló en una esquina, aceleró la marcha y me dejó con la extraña sensación de haber perdido algo que hasta entonces nunca me había propuesto buscar: el amor.

            —¿Qué hora es? ¡Gloria me espera! ¿Entiende? ¡Gloria me espera y ella no es de esperar!
            —Claro que no espera —le contesté al muchacho siguiendo el curso de lo que por entonces me tenía a maltraer—, la gloria nunca espera.
            —¿Cómo dijo? —preguntó Marcos ya despierto y en actitud desafiante.
            —Son las doce y media —respondí chequeando mi reloj pulsera.
            —¿Qué dijo de Gloria? —insistió Marcos ahora pálido y dispuesto a sonsacarme una respuesta.
            Guardé silencio. Era evidente que no hablábamos de lo mismo aunque el hecho de que nuestras preocupaciones llevaran igual nombre me produjo una sensación de extrañeza sólo comparable a un déjà vu. Marcos se frotó el mentón, quiso decir algo pero se contuvo. En cambio dejó escapar una leve sonrisa que interpreté poco amigable al tiempo que guardó con meticulosa parsimonia sus pertenencias dentro de la mochila.

            —¿Usted la conoce? ¿Usted también la conoce?

            Quise decirle que sí, que conocía la gloria, que alguna vez la había estrechado entre mis brazos para luego, sin saber todavía por qué, la había dejado ir, o ella misma se había largado. Impaciente ella, impaciente yo, ciclotímica ella, incapaz de adivinarla yo. Mis ojos se humedecieron, la cerveza ingerida empezaba a hacer mella en mi ser sacando a la luz una verdad hasta entonces evadida: mi pasada gloria no provenía de mis antiguos escritos, de mi ambición por querer alcanzar el éxtasis a través de las palabras, por crear historias que fueran únicas e irrepetibles, por eternizarme de la mano de letras que luego conformaran palabras, conceptos o mensajes. Al igual que Marcos mi verdadera gloria tenía su génesis y su ocaso en la figura de una mujer.
            A punto estuve de decir “Conozco a Helena, o por lo menos creí conocerla”, pero eso hubiese sido agregar más confusión. Bastante tenía con descubrir, borracho y todo, semejante revelación. Yo, el hombre de la férrea vocación literaria, el que se había abierto paso a fuerza de perseverar en lo que se suponía era mi único destino: arrojarle al mundo todo lo que tenía para decir, descubría, en compañía de un joven treinta años menor que yo, aunque un treinta por ciento más borracho, que ese sino nada tenía que ver con lo dicho, lo escrito o lo hablado. Mi destino y ahora lo sé, el de Marcos también, tenía que ver con todo aquello que no se había dicho a tiempo.
           
            Escribo esta historia porque me han dicho que no la cuente. También la escribo  porque Marcos por el momento no tiene posibilidades de hablar. Porque pese a las opiniones desfavorables de mi editor, de mis colegas y de mis allegados, creo que esta historia merece ser contada aquí y ahora. Porque no me puedo dar el lujo de esperar veinte años más para que sea comprendida. Y porque entiendo que la comprensión no llega con los años sino con la valentía de querer comprender.
            Los hospitales me hacen mal. Acaso es el olor, acaso la desvergonzada escenografía plagada de caños mal pintados, pisos en extremo transitados, silencios obligados, susurros suspendidos en la ignorancia de los que rodean al enfermo; acaso sea la gélida iluminación en contraste con sábanas que prometen con su blancura una pronta mejoría. Quizás la escasez de palabras de los médicos que saben mucho y dicen poco o las impolutas zapatillas de las enfermeras que se pasean de aquí para allá con sus movimientos resueltos y sus miradas de condescendencia mal disimuladas. Todo el conjunto está allí para salvarnos o para despedirnos. Y eso, por más que confiemos en la ciencia, en Dios, en Buda o en la Patria, nadie lo sabe. Incluso la muerte ha sacado turno y espera ser atendida.

            Gloria ha hecho lo imposible por metamorfosear la escenografía de la habitación: trajo sillas, portarretratos, tazas de té y café de diversas formas y colores; nada de flores o plantas. Sí en cambio un acolchado escocés y una lámpara de mesa imitación Tiffany que noche tras noche libra una lucha sin cuartel contra los tubos fluorescentes. Incluso me trajo a mí como parte de la decoración. Dice que le recuerdo a un tío que en su infancia adoró pero que ya no ve. Accedí a sus ruegos porque sólo aquí puedo escribir. Me basta con sentarme a un lado de la cama y oír la respiración constante de un muchacho que todavía tiene mucho por enseñarme.
            “El pronóstico de Marcos es reservado” dicen los médicos y yo me río. Me río porque siempre lo fue. El pronóstico de Marcos siempre fue reservado. Veinticinco horas y media de curiosidad y grata compañía hicieron falta para resquebrajar una parte de esa reserva. ¿Cuántas horas harán falta para romper la nuestra? La de usted, estimado lector, que tal vez ansíe leerse entre las líneas de su propia vida para transformar un pronóstico del cual nadie escapa; o la reserva del médico, que se debate entre la ciencia y los imprevistos, los de sus pacientes y los de su propia existencia. Nadie escapa a tal pronóstico, y no porque vayamos a morir, asunto inevitable si los hay, sino porque vivimos queriendo resquebrajar ese pronóstico de reserva que nos aleja de nuestros semejantes por creerlos diferentes y nos acerca muchas veces cuando ya es demasiado tarde.
            Escribo al compás de su respiración, de la inmovilidad de su cuerpo, de los recuerdos de las charlas que compartimos. Escribo al compás de su último deseo, por lo menos el último que me confesó y que conformará, en su honor, el final de esta historia. Pero para llegar al final, deberemos volver a la costa del Río de la Plata y responderle a ese Marcos tenso y ansioso.

            —No conozco a tu Gloria, si eso es lo que te preocupa.

            Marcos quiso incorporarse y no pudo. Simuló seguridad en un segundo intento y luego de varios balanceos y algunos tropiezos, logró mantenerse en pie.

            —Entonces lo alcanzo a lo de Paco —dijo señalando una motoneta desvencijada que descansaba sobre el tronco de un árbol ubicado a una decena de metros.
            —No creo que estés en condiciones de alcanzar a nadie. En todo caso te alcanzo yo a vos. En mis años mozos tuve una parecida a la tuya.
            —Ni lo intente, a Paco no lo quiero ver. Hablen ustedes y déjenme a mí en paz.
            —Paco es tu hermano ¿no es verdad?
            Marcos asintió de mala gana como dándome a entender que me seguía la corriente porque el cuerpo no le daba para otra cosa.
            —Lo supe porque vos mismo me lo dijiste —continué—. Y no los conozco, ni a vos, ni a tu hermano Paco ni a tu bendita Gloria. Ahora, si no querés matar a alguien manejando en ese estado, dejá que conduzca yo. Te dejo en tu casa con tu paranoia a cuestas. Con suerte nos volveremos a encontrar en otra vida.
            Toda la tensión acumulada en el cuerpo del muchacho se desplomó con estas últimas palabras.
            —No le creo —alcanzó a decir sin demasiada convicción.
            —No me importa —respondí con el suficiente convencimiento como para dar el asunto por terminado. De inmediato me incorporé, me quité de encima los restos de pasto adosados a la ropa y sin más explicación caminé, haciendo esfuerzos por ocultar el mareo cervezeril, hasta la motoneta. Allí me encontré con la réplica exacta de aquella Vespa que supo transportarme durante mis primeros años de noviazgo con Helena.
            ¿Qué demonios es todo esto?, pensé inquieto y emocionado a un mismo tiempo. Emocionado porque todo parecía conjurarse para que, luego de una década de indiferencia y estancamiento, de mujeres fáciles y de escritura imposible, recordase  aquello que sin proponérmelo había dejado en el exilio de mis recuerdos. Inquieto porque nunca creí en las coincidencias y jamás me permití el lujo de la sugestión. Todos, absolutamente todos mis logros en esta vida se debieron única y exclusivamente al esfuerzo.
            —Un fierro —murmuré embargado por el pasado hecho presente. Un pasado reencarnado en una Vespa que vendí con el objeto de publicar mi primer libro de cuentos.
            —No está en venta —dijo Marcos en tono imperante.
            No lo esperaba ahí, detrás mío, con la mirada perdida pero también con la entereza de quien conoce sus gustos y los respeta. Me sobresalté por la rapidez con la que se deslizó hasta donde me encontraba; cualquiera en su estado hubiese tardado minutos, no segundos. Cualquiera también se hubiese trasladado a tropezones, haciendo ruido, o por lo menos musitando incoherencias. Marcos no. Pese a su estado y a su completa ignorancia etílica se acercó en silencio, como un fantasma que no incrusta sus pies sobre el pasto embarrado, que no habla cuando las circunstancias no lo ameritan, como un espectro que se hace notar sólo cuando él lo desea y no antes.
            —Lo bien que hacés. A tu edad tuve una igual.
            Por primera vez descubrí en Marcos una mirada de sorpresa que pronto se desvaneció. Fue un semblante fugaz pero certero. Algo le llamó la atención de mi comentario.
            —¿Se la robaron? —dijo haciendo esfuerzos por mantenerse sobrio y en pie.
            —No, mucho peor, la vendí. La vendí en pos de un sueño que resultó ser mi primer fracaso.
            Guardó silencio, miró la punta de sus pies, pateó algunos trozos de barro seco y finalmente dijo evitando conectar su mirada con la mía:
            —Lléveme. Es lo mejor. Lléveme a casa. Gloria ya no me espera —y dicho esto último, cayó de rodillas con todo el peso de su cuerpo y comenzó a vomitar nuevamente.
            Lo ayudé a evacuar con una estrategia simple pero efectiva: “Fideos con mayonesa”; “carne con dulce de leche”; “salmón con mermelada de naranja y mostaza”. Nunca falla, basta con nombrar algunos de estos latiguillos para que el borracho en cuestión se limpie por dentro. Con cada nuevo menú, una nueva arcada, con cada nueva arcada un nuevo vómito, con cada nuevo vómito una pizca de sobriedad.
            Pasado un cuarto de hora nos subimos a la Vespa y emprendimos el camino hacia el departamento de Marcos.
            Le doy vueltas al asunto y todavía no se me ocurre cómo describir la sensación de conducir luego de casi treinta años una motoneta. No una motoneta, ¡una Vespa, por Dios! El aire cálido de Buenos Aires rozaba nuestras caras. Más bien la mía puesto que Marcos se había acomodado de tal forma (la cabeza ocultándose detrás de mi espalda, los brazos firmes rodeando mi cintura) que probablemente no hubiese notado la diferencia entre su moto o un colectivo. Pero yo sí lo noté, ¡cómo no iba a hacerlo! En cuanto emprendí la marcha sentí la omnipotencia de los veinte años. La sentí en todo el cuerpo: los pulmones preñados de oxígeno, los reflejos resucitados como por arte de magia. Sabía cómo hacerlo, cómo maniobrar, cómo doblar una esquina sin perder el control ni por un instante, cómo pasarle de refilón a un auto achanchado. De todos modos pronto volví a la realidad de mis presentes días: no por nada uno cumple años, cincuenta y nueve en mi caso lo obligan a uno a tomar conciencia de la responsabilidad de tener un copiloto borracho y que bien podría ser mi hijo. Pero la prudencia adoptada luego de unas cuadras de revivir la experiencia de la Vespa no me impidió remontarme a todo aquello que viví sobre ella: las chicas siempre dispuestas a subirse, salvo Helena. Claro, salvo Helena. La única que me aconsejó no venderla fue la única que nunca aceptó subirse.

            La esperé durante meses en la misma parada de colectivos en donde la vi por primera vez; perseguí a cuanto Morris se me cruzó por el camino; en vano investigué los antecedentes del número de patente, pregunté en las cercanías de la parada si la habían visto: “¿A quién?”, me preguntaban y entonces enmudecía porque lo único que tenía para responder era: “A la mujer de mi vida”.
            Un año y dos meses más tarde ya había perdido las esperanzas, esto quiere decir, había vuelto a dejarme conquistar por chicas que se embobaban de igual modo con mi Vespa que con un poema. Las odiaba, les tendía trampas, escribía garabatos inentendibles y se los recitaba sólo para comprobar el grado de idiotez y de hipocresía de la que eran capaces. Todas, tarde o temprano, caían en la trampa, y entonces no tenía más remedio que despacharlas como equipajes de ropas que han caducado porque la vida es así, porque un buen día ese sweater que a uno le llamaba la atención ya no merece la menor importancia.
            Andaba por la vida mirando sin mirar, ahora que lo pienso era como una especie de Marcos pero fanfarrón: nada me llamaba la atención salvo mis propios pensamientos. Tenía la mirada puesta para adentro, a tal punto, que podía llegar al final del día sin recordar ni un solo detalle de los lugares y las personas que había frecuentado. Todo pasaba por las palabras que podría llegar a escribir, por los cuentos que podría llegar a inventar, por las novelas que algún día plasmaría sobre el papel, por los inmejorables poemas que recitaba para mis adentros y que luego olvidaba porque nunca se me ocurría tener una libreta y una lapicera a mano. Todavía no entiendo cómo en ese estado de autismo severo una tarde de invierno mis ojos se detuvieron en el perfil de Helena. El episodio resultó sobrenatural: la reconocí al instante, de hecho hasta entonces una sola vez la había visto y ni por un segundo dudé que fuera ella. Pero lo sobrenatural no sólo se debió a esto (no soy especialmente fisonomista, más bien todo lo contrario), sino al modo en que mis ojos hicieron foco en su perfil. Yo andaba con mi Vespa a la altura del Hospital Alemán rumbo al monoambiente que por aquel entonces era mi hogar, rumiando en un nuevo cuento que, estaba seguro, me lanzaría al estrellato, doblé por Beruti en vez de hacerlo por Arenales como era mi costumbre y al girar sentí algo parecido a un travelling cinematográfico: mi vista se fue deslizando en cámara lenta hasta detenerse en el rostro de Helena. Todo esto que describo duró un microsegundo que se eternizó en una imagen sin tiempo ni espacio, quizás por la sensación de liviandad y perfección que sentí al contemplarla justo cuando estaba concentrada en cerrar la puerta del lado del conductor del Morris. Continué la marcha unos cincuenta metros más con la imagen de Helena proyectada en mi mente. Fue tal la impresión de perfecta sincronicidad que sentí al doblar la esquina y contemplar su absorto perfil, que por un instante no supe si quedarme con aquella imagen para atesorarla así de perfecta, así de intangible, o bajarla de un frenazo a la realidad para ponerle un nombre, un apellido y sobre todo una humanidad, eso es, una humanidad. La disyuntiva se resolvió por sí sola: el Abelardo abierto, franco e impulsivo resurgió de improviso de entre las cenizas, arrojó sobre el cordón de la vereda la motoneta y volvió como un enajenado sobre sus pasos en busca de esa mujer que ya no tenía intenciones de volver a perder.
            A medida que avanzaba hacia el Morris un cambio paulatino se fue operando en mi interior. Mi objetivo era claro: le hablaría. Al fin y al cabo, pensaba, tengo tantas posibilidades de perder como de ganar. No obstante, con cada nuevo paso dado, las preguntas comenzaron a acosarme: ¿Y si me toma por loco? ¿Qué le digo? ¿Me acerco y simulo confundirla con una vieja conocida? No tenía respuestas y, una vez delante del Morris, comprendí que las respuestas eran lo de menos puesto que ahora tampoco la tenía a Helena. Miré en todas direcciones con las manos sudadas y el pecho a punto de estallar: nada, salvo una leve llovizna y algunos pocos transeúntes completamente ajenos a mis pesares. Debí haber frenado en seco. Nunca debí haberla perdido de vista, me dije al tiempo que observaba de soslayo el maldito Morris ahora vacío y cubierto de agua. Pese a que en nuestro primer encuentro un hombre maduro se había subido del lado del conductor, besándola en los labios y poniendo el auto en marcha para alejarla no sólo de mí, sino de tantos otros que seguro la añorarían igual o incluso más que yo (así de metejoneado estaba) comprendí que la dueña del vehículo era ella. Me bastó mirar con disimulo el interior para comprobarlo: allí dentro había un desorden de la mujer que yo adivinaba en Helena, vale decir, un desorden estudiado aunque distraído. Por entre las gotas de lluvia que se deslizaban por las ventanas del Morris descubrí unas cuantas carpetas apiladas, un abrigo, dos sombreros y algún que otro boceto aquí y allá que por efecto de la humedad reinante no logré identificar si eran dibujos, acuarelas o pequeñas pinturas al óleo. Helena no estaba pero podía verla, adivinar su personalidad atenta aunque ensimismada, segura aunque caótica, atractiva aunque difícil de conquistar. Sus objetos hablaban por ella, la disposición de los mismos me la describían tal y como la había imaginado durante un año y dos meses. Pero eso no me bastó: ahora que el Abelardo impetuoso había resurgido de entre las cenizas, miré de lado a lado, elegí una dirección y me encaminé en su busca.

            Entré en cuanto negocio intuí que podría estar; crucé la avenida Pueyrredón una, dos y tres veces; increpé a la recepcionista del Hospital Alemán alegando que buscaba a mi mujer: un metro sesenta y cinco, el pelo castaño rojizo, tez blanca, sí, muy blanca, vestida de negro, sí, toda de negro. “No, joven”, respondió con segura parsimonia, “aquí no ha entrado nadie con tales características. Pudo haberlo hecho por la entrada de Beruti y Ecuador, aunque le recomiendo…” Salí disparado del Hospital, los segundos corrían y yo junto a ellos, librando una batalla contra la posibilidad que se esfumara de una vez y para siempre. Pero el auto seguía estacionado en el mismo lugar, ése era mi único consuelo. Decidí, en un rapto de lucidez, recorrer las inmediaciones sin perder de vista el vehículo. Caminé en dirección a la calle Arenales husmeando entre las vidrieras de los negocios: nada. Volví sobre mis pasos para cerciorarme de que el vehículo se encontrara en su lugar y fue entonces cuando la vi en la esquina de Beruti y  Pueyrredón con una bolsa de plástico en una de sus manos, esperando a que el semáforo le cediera el paso para cruzar. El primer impacto me paralizó: estábamos a una distancia de ochenta metros uno del otro y mis piernas no me respondían. Era tal la impresión que me causaba verla, no sólo verla, sino observarla sin que me viera, que de no haber sido por el bocinazo de un taxista, seguro la hubiera perdido otra vez. “Movete, cara de gil”, me gruñó el bendito, salvador y bienhechor taxista porteño. “Sí, claro, tiene razón, gracias, muchas gracias, le debo la vida”, le respondí al tiempo que mis miembros aletargados emprendieron una marcha algo peligrosa: sin quitarle los ojos de encima a Helena, crucé la avenida en diagonal. Setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta, treinta, le digo hola qué tal, veinte, qué ojos, por Dios, diez, cinco… y ni siquiera tuve tiempo de pronunciar la maldita “h”. Justo antes de cruzarnos, Helena giró hacia su izquierda, metiéndose en la puerta de entrada de un edificio, sacó algo de su cartera ¿las llaves? y yo, demudado ante el imprevisto infortunio (todo sucedió tan rápido), la observé el tiempo necesario como para que no me viera y me perdí en las entrañas de la ciudad.
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