Por Inés Arteta.
"Los restos del día, de Kazuo Ishiguro."
Un mayordomo inglés llamado Stevens ha
dedicado su vida a servir, con irreprochable voluntad y acatamiento absoluto, a
un noble, Lord Darlington. Es hijo de otro mayordomo, tan abnegado y solícito
como él, salvo que en la época de su padre no se requería el dominio de un
lenguaje refinado sino la mera atención eficiente y reverencial. Al morir Lord
Darlington, Stevens debe adaptarse a su nuevo patrón, un norteamericano, y resignarse
a la pérdida de esplendor del Reino Unido imperial, con el Commomwealth desmantelado, después del fin de la Segunda Guerra
Mundial. La palabra “restos” del título sería la metáfora del cadáver de la
Inglaterra imbatible y majestuosa de la época de Lord Darlington, rebasada por el
protagonismo de los EE.UU en el escenario mundial.
Como su nuevo patrón se ausentará
por un tiempo, Stevens decide emprender un viaje desde Oxfordshire, donde se
encuentra Darlington Hall –la mansión en la que ha servido durante 30 años–,
hacia el West Country, a encontrarse con Miss Kenton, una antigua ama de llaves
de Lord Darlington. Stevens ha recibido una carta suya y confía en que la
nostalgia de los años compartidos –como lo palpita la letra de la carta– sea signo
de que su matrimonio ha fracasado y ella desea volver.
La narración toma la forma de un
diario, ya que Stevens anota sus pensamientos en las distintas escalas de su
viaje. Se dirige a un lector implícito que parecería ser otro mayordomo como
él, probablemente un sirviente de
la nueva generación. Lo cual nos permite percibir los cambios que el
protagonista experimenta en el modo de ver su vida y el mundo, cambios
provocados por el alejamiento de la rutina y la mirada dirigida hacia el pasado. Al
comienzo se pregunta en qué
consiste la excelencia de su trabajo, y concluye que es la dignidad, el servicio siempre atento y dispuesto, la compostura con
la cual lo acompaña al punto de olvidarse de sí mismo frente al que
sirve, sin estimar ni sopesar el costo.
Como ejemplo, su propio padre, que atendió, impertérrito, al general por cuya negligencia
había muerto su hijo mayor (el hermano de Stevens), a pesar de que su patrón le
había ofrecido que se tomara una licencia durante los días que el general permaneciera, de visita, en
Darlington. No obstante, Stevens
siente orgullo por el comportamiento de su padre, que, como él, también se ha
visto obligado a vivir pendiente de lo que sucede “arriba”, en la mansión, ya que
las dependencias de servicio siempre están “debajo”. Arriba, lo importante;
abajo, lo que sostiene lo importante.
Ese trabajo imperturbable es el
corolario de su subordinación a la aristocracia, su entrega al cumplimiento del
deber, aunque esto haya significado relegar sus relaciones personales, su propio
tiempo, incluso la posibilidad de formar una familia. Stevens le dedicó
su vida al perfecto servicio porque
entendía que postergarse no significaba sacrificarse si su patrón era un “gran
señor”. Lord Darlington lo había sido y, mientras lo servía, él había sentido que,
de alguna manera, por su intermedio, servía a la humanidad. No se permitió
siquiera dudar de que su amo supiera
más que él de absolutamente todo: Stevens ignoró su propio juicio y la
obediencia lo encandiló. Esa ceguera le impidió ver que Lord Darlington era manipulado
por los nazis para que gestionara la moderación del Tratado de Versalles, que cargaba
las consecuencias de la Primera Guerra Mundial en los hombros de Alemania,
considerada responsable de la guerra. Stevens había reverenciado cada paso que su
señor daba, y no dudó de que sabía, mejor que él, lo que era correcto.
Un día, Darlington le había
pedido que despidiera a dos mucamas judías para preservar la seguridad
de sus invitados. Stevens no titubeó. Un año más tarde, Lord Darlington se arrepintió y quiso encontrarlas
para indemnizarlas, y la opinión de Stevens, enraizada en la sumisión y la lealtad,
mudó junto con la de su
patrón. Una noche de 1935, su
amo lo puso a prueba ante sus invitados: le preguntaron sobre política
internacional y doméstica, y a cada pregunta, Stevens fingió ignorancia y respondió: “me es imposible
asistirlos en esos asuntos”. De ese modo, les demostró que los commoners, el pueblo, no desempeña rol alguno en lo
político, por lo que la democracia ya no le servía al mundo. Así, la encandilada lealtad lo convirtió en cómplice del nazismo
de su patrón.
A medida que se aleja, Stevens toma
distancia: el viaje le va abriendo poco a poco los ojos sobre el costo de su excesiva sumisión y la postergación
de su propia vida. Cuando, finalmente, se encuentra con Miss Kenton, y ella le
confiesa que estuvo enamorada de él, Stevens se da cuenta de que hubo un
momento decisivo en su vida que no supo asir: aquel día en que la oyó
llorar porque aceptaba casarse con otro hombre, al que no amaba. Él no había hecho nada, porque había
elegido lo que sucedía “arriba”, en vez de lo que sucedía “debajo”. Se
pregunta, entonces, si no habrá desperdiciado su vida. Es tarde para
ellos dos porque Miss Kenton no abandonará a su marido, un buen hombre a quien nunca amó: vivirá
los “restos” de su vida disfrutando de que pronto será abuela.
Al final, alguien le dice a Stevens que lo mejor de cada
día es cuando oscurece, el momento social, familiar, romántico, íntimo: aquel que Stevens no vivió. A cambio, ha venerado a su amo, vivido
a través de él, subestimando su propio criterio y postergando sus deseos, ignorando
que lo esencial sucedía al atardecer. Pero ya es tarde, ya está viejo, solo le
queda un pequeño remanente, “los restos” de su existencia.
En esta historia, Lord
Darlington ha sido dueño no solo de su mansión y de sus criados, también de sus
aciertos y sus errores. Stevens, en tanto, solo supo subordinar su vida entera
a la voluntad de su señor. En una escala mayor, podríamos concluir que Stevens
sería el vasallo que permitió el crecimiento de la autoridad de unos pocos, de
los regímenes totalitarios que asolaron el siglo XX.
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