Un cuento de Paula Cuschnir.
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Lo primero que pensé al entrar es que no podría pagarlo. “Apenas dos ambientes, pero perfectos
para nosotros”, me susurró Mariana al notar cuánto me había gustado. A pesar de
que mi plan inicial era vivir solo, no me pareció tan malo que compartiéramos ese departamento sobre Juncal, a
dos cuadras de la Plaza San Martín. Estábamos
juntos desde hacía cinco años
y, de no ser por ella, jamás me habría animado a pedir el préstamo. Aún puedo recordar la decoración
inicial del comedor que dividimos en dos sectores: uno para sus pinturas, al
lado de la ventana, y otro cerca de la habitación para mi televisor y mis películas.
Cuando nos mudamos, yo era contador de
un banco; aunque mi verdadera pasión era el cine, no podía darme el lujo de
abandonar mi trabajo, a menos que consiguiera mantenerme y saldar mis deudas de
otra manera. Mariana estaba en una posición parecida: había estudiado arte en
la universidad y trabajaba como maestra de plástica de primaria. Si bien ir a
la escuela no le disgustaba, yo pensaba que los domingos se la veía mucho más
entusiasmada con sus lienzos.
Todo cambió el día que llegaron a la
vez el telegrama de despido y la citación del juzgado. Lucas, acá dice que te despidieron porque el
año pasado robaste fondos, dijo ella inclinada sobre mi hombro. En cuanto leí todo
lo que me entregaba, me puse pálido. No sólo la acusación era grave, también sus posibles consecuencias: si esto
avanzaba, podrían embargar mi departamento. Como sólo figuraba a mi nombre, la
única manera de que no me lo quitaran era que ya hubiera estado registrado como
bien de familia.
Esa noche, Mariana me hizo una
sugerencia. Su tío trabajaba en un registro civil y tenía amigos que podrían
ayudarnos por una cierta suma de dinero. Le dije, intentando no herirla, que ya
era tarde. No me hizo caso y continuó hablando: Lo que
te digo es que ellos pueden hacer que aparezca en los registros que ya
estábamos casados hace cuatro años y, con eso, van a poder decir que habíamos
hecho ese trámite que dijiste ni bien lo compramos como un matrimonio. La
idea era tentadora, pero peligrosa y probablemente carísima. Le recordé que ella podría caer conmigo por el
fraude; además, yo ya no tenía trabajo y me habían impedido el acceso a mis
cuentas, por lo que debíamos ahorrar. Sin embargo, el miedo a perder mi casa
hizo que terminara cediendo.
Por unos meses las cosas anduvieron
mal: tuve incontables reuniones con mis abogados y, para colmo, por la causa
era imposible conseguir otro empleo como contador. Mientras tanto, Mariana encontró
una manera de mantenerme ocupado: si nos habíamos casado, entonces deberíamos
tener fotos y videos del momento en el que sucedió. Entre ambos, inventamos la
historia de la celebración íntima y espontánea que supuestamente habíamos
tenido en aquellas vacaciones cordobesas. Debía ser tierna, dulce y creíble a la vez; aparte, había
que encontrar una buena razón que justificara haber mantenido todo en secreto.
Le pregunté directamente
cómo deseaba que se lo hubiera propuesto y contestó con detalles tan claros que
por un instante me sentí culpable de haberle quitado la posibilidad de vivirlo:
De día, para ser originales, yo no debería
haberlo esperado exactamente en ese momento, pero sí darme cuenta de que pronto
lo harías; tendrías que haberte puesto el traje que usaste el día que viniste a
buscarme a la escuela por primera vez y el anillo debería haber tenido una
piedra anaranjada porque es mi color favorito. Así llegamos a la idea de una
propuesta inesperada en el medio de las sierras al mediodía, una pequeña ceremonia espontánea esa misma tarde y un ligero
arrepentimiento durante la noche: nuestros padres y amigos se enojarían
terriblemente si supieran que nos habíamos casado sin ellos. Sólo lo
contaríamos porque, ante un pequeñísimo incidente en el banco, había que probar
que el departamento no podía ser embargado. Le prometí a Mariana que le compraría el anillo
que había descripto durante los próximos días,
pero no quiso; dijo que ella se encargaría de esa parte porque yo jamás lo
vería como lo imaginaba. Mi trabajo era simplemente montar algunas fotos de
aquel tiempo para que parecieran posteriores a una boda íntima y discreta con
apenas dos huéspedes
de la hostería como testigos. Cuando terminé, me di cuenta de que tenía talento
para esa clase de tareas.
Unas semanas después el tío de Mariana la llamó y dijo
que todo había sido un éxito.
En mi declaración expliqué que el retraso del envío del certificado matrimonial desde
Córdoba había causado que se demorara en Buenos Aires el trámite del bien de
familia. Por supuesto, no todo fue tan simple; el banco estaba dispuesto a
demostrar la falsedad de esos registros y, por supuesto, mi conducta criminal.
Yo estaba cada día más intranquilo y contagiaba parte de este nerviosismo a
Mariana, aunque ella siempre volvía más tranquila de las reuniones con su tío
asegurándome que todo saldría bien. Hay gente que sencillamente no puede
caer,
decía con una sonrisa. Por aquel entonces, ella había tomado más horas en otras
escuelas para que pudiéramos
mantenernos y cada vez le dedicaba menos tiempo a sus pinturas. Como también había notado mi habilidad con las
imágenes −emparentada, como afirmaba, con mi afición por el cine− me pidió que
la ayudara a armar videos del trabajo en clase para cada grado. A fin de año,
cuando uno de los padres se acercó a ella para preguntarle quién había realizado la compilación, ella lo
puso en contacto conmigo. Así conseguí
trabajo en un canal de televisión y finalmente sentí que había dejado atrás a ese
contador frustrado que había sido durante tantos años.
A partir del momento en que retiraron
los cargos en mi contra y recuperé mi
dinero y algo de reputación, empecé a
pensar que tal vez Mariana hubiera estado en lo cierto: nosotros realmente
deberíamos habernos casado. Una tarde, la esperé sentado en los escalones de la escuela
con el mismo traje que había usado años atrás, el anillo naranja que ella había
conseguido guardado en mi bolsillo derecho y dos pasajes para irnos a Córdoba
esa misma noche. Nos alojamos en la misma hostería y, a pesar de sólo haber
pasado por la puerta del registro civil, ése fue nuestro verdadero casamiento.
Desde aquel momento, decidí que no
debía haber mentiras entre nosotros. Cuando le confesé lo sucedido el año anterior, no me
reprochó nada de lo que hice. Imaginé que
realmente no le importaba, o bien que ya estaba perdonado: quedó embarazada
apenas dos meses después
de aquella conversación.
Ni bien nos confirmaron la noticia,
ella decidió que teníamos que mudarnos del departamento. Es
dos ambientes, necesitamos un cuarto para el bebé, decía una y otra vez. Yo no podía creer que quisiera
abandonarlo a pesar de que acabábamos de terminar de saldar el préstamo y, sobre todo, el plan que
habíamos llevado a cabo para salvarlo. Me resistí y le recordé lo perfecto que era: Tenés
tu espacio para pintar y el mío para ver películas. Ella contestaba que esa ya no era
nuestra vida, que los domingos ambos almorzábamos con mis jefes y con el padre
de su antiguo alumno. Le mostré lo
luminoso que era y dijo que eso sólo sería
un inconveniente cuando el bebé –y nosotros con él− durmiéramos de día. Entonces mencioné algunos de nuestros mejores momentos
allí: nuestro primer aniversario de convivencia, el día que pintó el lienzo que
luego logró vender a una galería y, finalmente, el cumpleaños al que invitamos
a todos los vecinos para que nadie se quejara por ruidos molestos. Sonrió, pero
dijo que había que dar lugar a nuevos recuerdos en otro espacio. Esa misma
tarde, vinieron unos hombres a colgar un cartel que anunciaba la venta.
Al principio, ella intentó incluirme
en sus planes y llevarme a ver otros lugares para vivir, pero siempre me negué a acompañarla y acabó encontrando sola el tres
ambientes sobre avenida Libertador. Lo señó confiando en que pronto aparecería
un comprador para nuestro departamento y esperó a que me resignara a irme con
ella. Esa noche, ni bien me comunicó la noticia, estalló un caño de agua de la cocina que ella tanto
adoraba. Recuerdo que, mientras limpiábamos aquel desastre, comencé a percibir cómo se le notaba el
embarazo. Tal vez este debió ser un momento lleno de ternura, pero sus quejas y
mi malhumor me impidieron pronunciar siquiera una palabra cariñosa para ella.
Mientras tanto, los meses pasaban y la
gente nos felicitaba y regalaba juguetes para alguien que no había nacido o
muebles para el hogar que aún no habitábamos. Mis compañeros de trabajo me sugirieron que
documentara cada imagen del embarazo y por eso intenté tomar imágenes y videos en cada momento
oportuno. Debo admitir que no eran muchos, porque con Mariana discutíamos cada vez más por pequeñas cosas que derivaban en
la mudanza que yo no quería llevar a cabo. Lo cierto es que el embarazo le
había causado una aversión a nuestro departamento. Ella se angustió de manera
exagerada cuando tuvimos que cambiar toda la instalación eléctrica para poder usar las estufas
durante aquel último invierno que pasamos los dos allí, pero lo peor fue cuando
se cayó un pedazo de pared del comedor y el impacto, sumado al polvillo,
arruinó la mayoría de sus pinturas: Tenemos que irnos de
este lugar como sea.
Procuré tranquilizarla. No era para tanto, el
otro departamento no estaba habitable todavía, menos para una mujer embarazada,
y el nuestro podía arreglarse para que siguiéramos allí cuanto quisiéramos –quizás por todos aquellos
problemas aún no tenía un comprador, a pesar de estar a metros de la mejor
plaza de la ciudad−. No es verdad, ahora se arruinaron
los zócalos; además, el nuevo no está listo porque vos nunca me ayudás a
arreglarlo, me reprochó, lo que derivó en otra de nuestras tantas peleas diarias.
Debo admitir que yo sólo había ido dos veces a verlo, y siempre había
encontrado algo que me desagradara. No me hice cargo de ningún trámite y
Mariana, en el apuro por irse, se había ocupado de algunas reparaciones.
Mientras tanto, cada día que volvía
del canal encontraba un nuevo problema de humedad o de cerámicos y, al revisar
mi cuarto, siempre había algo que me faltaba, ya fueran películas, o alguna
remera. Ella pensó que, si llevaba de a poco mis cosas al nuevo departamento,
lograría que yo me fuera a su lado. Por esta razón, decidí impedir que tomara
lo que de verdad necesitaba y conseguí empotrar algunos muebles de manera que
nadie pudiera sacarlos sin romperlos. Pero a Mariana no pareció importarle;
aprovechó la oportunidad para comprar muebles nuevos con aquella plata que
nunca se acababa.
Un día llegó el final. Encontré el anillo de la piedra naranja tirado
en el suelo del comedor y, cuando me agaché a recogerlo, Mariana giró la cabeza
hacia donde yo estaba. Nada va a ser tan hermoso como
ese casamiento que tuvimos hace años, me dijo con una sonrisa llena
de tristeza mientras me ofrecía la mano para que se lo colocara. Yo casi
recordaba haber vivido aquel momento imaginario. Ni bien intenté acercarme algunas de las tablas de
madera del piso se elevaron y, sobre ellas, Mariana rompió bolsa. Entonces,
aunque sabía que debía ayudarla, me di vuelta y ni siquiera le devolví el
anillo que siempre había sido suyo.
Mariana tomó mi maletín, cerró con llave y se subió sola al
taxi; dio a luz a su hijo y se fue a vivir a la avenida con aquel dinero que
nunca me atreví a usar y que ella afirmó que provenía de la indemnización por despido que
me había pagado el banco. Después
de mi cobardía, no me pareció correcto llamarla para pedirle que me devolviera
las tarjetas y las llaves del departamento. Así fue como yo cumplí, encerrado
en la calle Juncal, la condena que debería haber recibido por librarme de mi
empleo de contador.
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