La Orestíada de Esquilo.
“La venganza no es menos
vanidosa y ridícula que el perdón”.
Jorge Luis Borges.
Todos
nos identificamos con el deseo de venganza. La
literatura universal alberga múltiples historias que abordan la venganza; y,
casi siempre, nos parece posible identificarnos y hermanarnos con los protagonistas que la llevan a cabo. El
tema de la traición y la venganza están presentes en los mitos griegos antes de
La Ilíada y le da un sentido de honor
a sus protagonistas y de justicia a sus acciones. Los dramaturgos griegos de los
siglos VI, V y IV AC exponían los sentimientos que todos experimentamos, como si fuesen tan consustanciales al ser humano que no se planteaban la
necesidad de explicarlos; mucho menos de categorizarlos en detestables y admirables. “¿Cómo no ha de ser
justo volver mal por mal a un enemigo?”, pregunta el coro de la trilogía La Orestíada, de Esquilo, el más antiguo
entre los maestros dramaturgos griegos.
“A un ultraje se responde con otro ultraje”, insiste el coro, y refuerza: “Quien tal hizo, que tal pague”. El castigo era una acción merecida por quien había cometido una falta: “Al cabo
de un tiempo, la Justicia descargó sobre los hijos de Príamo”, llama la atención
el coro, al divulgar la caída de Troya.
Tanto
Esquilo como sus sucesores Sófocles y Eurípides escribían sobre el bien y el
mal, que coexisten en el mundo, y sobre las
fuerzas contradictorias que gobiernan a los humanos y que tanto nos confunden. Sus
obras no aportan respuestas a los sufrimientos; nos muestran que los padecemos como
algo inherente al
ser humano, un ser contradictorio, negador de lo que abomina de sí mismo,
envidioso, acaso arrogante, rencoroso, pasional y vengativo. Aceptada la naturaleza
humana, los griegos consideraban que el pecado más grave y por el que los
dioses y el destino debían castigarnos irremediablemente es la hybris. La desmesura. Pasarse de largo. Creérsela,
en nuestro lenguaje actual. Y entre sus formas, el peor de los excesos: la
soberbia.
La red de
Clitemnestra.
En
la primera parte de las obras que componen La
Orestíada, justo antes de que Agamenón muera de
una manera deshonrosa, desnudo, al
lado de la bañera, su cabeza amputada por el hachazo de su esposa Clitemnestra,
esta lo había convencido de faltar a la modestia: él había regresado de la toma
de la ciudad de Troya e ingresado triunfalmente en su ciudad, Argos, pisando la
alfombra púrpura solo reservada a los dioses. Agamenón sabía que no era buena
idea, pero cedió a la vanidad y a la ostentación, y murió humillado.
El
drama corresponde a la época de la guerra de Troya (1200 AC), pero Esquilo, en 458 AC, lo dirige a una audiencia de ciudadanos
atenienses que ya conocía la historia sucedida casi
ocho siglos antes. Su público está al tanto de los mitos que se habían
escrito, a partir de los que nacían los recitados en
los festivales públicos y las pinturas en las paredes de los templos, en
vasijas, espejos, tapices y escudos. Esquilo
caracteriza a la necesidad, a veces como un arnés que un caballo empuja y otras
como una red en la que una persona es atrapada como
si fuera un animal de caza. Algo ineludible. Al salir de la bañera, Agamenón
cree que su esposa Clitemnestra lo espera con una toalla para cubrirlo, pero se
trata de una red en la que queda aprehendido para ser asesinado. Antes, Clitemnestra
había recurrido a una artimaña ingeniosa: fingió sentirse feliz por el regreso triunfante
de su esposo, le organizó una espectacular fiesta de recepción, lo persuadió de que usara la
alfombra roja para hacer su entrada gloriosa en la ciudad y, ya en el palacio,
le preparó un baño digno de reyes.
Esquilo
presenta a la audiencia ateniense su propia versión de la historia, conocida
por todos, sobre la familia Átrida, dentro de la que un crimen había generado
otro crimen y así una cadena interminable de venganzas. Además de los pecados
cometidos por él mismo, Agamenón ya estaba destinado a una muerte violenta a
causa del crimen primigenio de su padre, Atreo, quien le endosó una maldición a
su familia. Su audiencia lo sabía. Para el pensamiento griego, la crueldad
cosecha más crueldad en un ciclo que se renueva, como la naturaleza. En la
versión de Esquilo, la acción se tensa en el mal matrimonio entre Agamenón y
Clitemnestra y en el choque entre el hombre y la mujer. Esquilo recalca que
Clitemnestra tiene derecho a la venganza por varios motivos: ella se había
casado a la fuerza con Agamenón después de que él conquistara la ciudad de Pisa
de donde ella era originaria, y asesinara al rey Tántalo, su anterior marido, junto
al bebé que amamantaba. Además, Agamenón había abandonado la ciudad y su hogar durante diez años para conquistar Troya. En su ausencia hizo sacrificar a Ifigenia, una de
sus hijas, para que los dioses le proporcionaran los vientos necesarios para
llegar a Troya. Es decir que el rey prevaleció sobre el esposo y el padre. Y como si fuera poco, Agamenón vuelve de
la mano de una mujer y le pide a Clitemnestra que sea bondadosa con ella, a la que considera “la
flor escogida por él entre el botín del ejército”. Era esperable que Agamenón regresara con esclavas para su uso
personal, como parte del saqueo de guerra. Pero esta amante, Cassandra, era la
hija del rey Príamo de Troya, el padre de Paris, el que había provocado la
guerra quebrando las valoradísimas reglas de la hospitalidad llevándose a Helena,
la esposa del hermano de Agamenón. Helena, a su vez, era hermana de
Clitemnestra (y su historia de adulterio es otra muestra del choque entre el
hombre y la mujer).
Durante los diez años de ausencia de su marido, Clitemnestra había tomado por
amante a Egisto, que también estaba sediento de venganza hacia su primo hermano
Agamenón. Egisto era hijo de Tiestes, hermano de Atreo, quien había lanzado la maldición hacia su descendencia por
haberle asesinado a sus hijos y mutilado sus pequeños cuerpos para luego ofrecerlos como cena. Entre los griegos, era
famosa la historia de rivalidad entre los hermanos Atreo y Tiestes, quienes
habían competido por la corona de Micenas.
A
tal punto es vital en la idiosincrasia griega la necesidad de venganza como
reparación que, como un oráculo le había predecido a Tiestes que conseguiría revancha si procreaba con
su hija, éste consumó la violación. El fruto es
el propio Egisto, quien seduce a Clitemnestra y juntos devienen
regentes de la ciudad durante la larga ausencia de Agamenón. Y ambos ejecutan su asesinato apenas retorna de la
guerra de Troya.
La
red con la que Clitemnestra apresa a Agamenón representa la serie de
injusticias en la que estamos atrapados los humanos. No tendremos padres
asesinados por nuestras madres, pero todos somos víctimas y victimarios de
iniquidades, abusos o atropellos. Sobre todo, de injusticias: “En la carrera de
la vida, a veces los tiempos nos son favorables y a veces, adversos”, dice el
mensajero que anuncia la llegada del rey Agamenón. “Fuera de los dioses, ¿quién
podrá decir que pasó su vida entera exento de dolores?”.
El mandato de
Orestes.
Consumado el crimen, el desquite de la pareja queda abierto a la represalia.
Los hijos de Agamenón deberán vengar el asesinato deshonroso de su padre. Heredan
ese destino. El linaje de sangre derramada recae en Orestes, el único hijo
varón de Agamenón y Clitemnestra, quien debe poner
fin a la maldición familiar. Una nodriza lo había escondido y luego enviado
al extranjero para salvarlo de las manos de su madre, que buscaría matarlo
porque tenía la
certeza de que tarde o temprano el niño crecería y se vería exigido a vengar a
su padre. Los dioses aparecerían en su consciencia para recordárselo todas las
veces que fuese necesario.
Orestes
sólo podría ejecutar la venganza con la ayuda de los
dioses porque esa obligación lo atrapa en otra “red”: para vengar el
asesinato de su padre deberá cometer matricidio. Orestes regresa a Argos de su
exilio y lo primero que le sucede es verse envuelto
en la maraña de otro de los tópicos que les fascinaban a los griegos: la
identidad. En todas las obras de los dramaturgos griegos hay un momento en el
que el protagonista no es reconocido o no se reconoce a sí mismo. Edipo tiene
toda la evidencia delante de sus ojos para darse cuenta de quién es él, pero lo
ciega la idea de su identidad sin máscara, la
ignorancia sobre sus progenitores.
Electra
no reconoce a Orestes; con los años, él ha cambiado. Para su nodriza es más
fácil. Como el perro de Odiseo, ella lo conoce de niño y en la intimidad.
Enseguida puede “verlo”, aunque haya crecido.
Orestes
debe asumir que tiene una exigencia moral que llevar a cabo. Ese mandato lo
llena de angustia y quisiera eludirlo por sobre todas las cosas. ¿Acaso no nos
ocurre a todos que nos encontramos atrapados en una red de obligaciones morales de
la que quisiéramos zafar? El sufrimiento humano es lo que más le preocupa a
Esquilo. Para él, el ser humano aprende en el dolor; pathei matos: la sabiduría se obtiene en la adversidad. Mucho más
que una doctrina, una fe religiosa o las frases de un libro, para Esquilo el
verdadero aprendizaje se engendra en la experiencia personal. Es decir, el
conocimiento surgirá de nosotros mismos, en virtud de lo que nos aflige.
La
venganza ha sido la ley de la familia Átrida por generaciones; nada puede
limpiar las manchas de sangre salvo más sangre, que a su vez requiere de más
sangre aún. No hay solución para este círculo vicioso de violencia. Sin
embargo, en la tercera parte de la trilogía nos queda la sensación de que esta
vez las cosas serán diferentes. Apolo le había prometido a Orestes que no
sufriría por el crimen del matricidio y sabemos que sería extraño que un dios
se desdiga. Si él comete la más perversa de las infamias, matar a la madre,
finalizará el ciclo de venganzas o de justicia redistributiva de su familia.
Apolo y Athena intervienen para que entonces surja una nueva institución que
termine con las inacabables represalias: crean un tribunal que supere la
voluntad de una familia y represente la de la ciudad como un todo. El ciclo de
venganzas acaba así porque el hombre no puede construir una sociedad si se sumerge en un perpetuo baño de sangre. Una nueva
ley, más civilizada, sería la salida.
La ley y la
polis.
La
versión de Esquilo del mito de la venganza de Orestes es, entonces, también
política, ya que le muestra a su audiencia que el deseo
de saldar las deudas o los ultrajes en forma violenta debe ser reprimido y sometido
a la ley de la polis. La manera de liberarse de las redes vengativas consiste
en apoyarse en el sistema legal que ya evolucionaba en tiempos de Esquilo, una etapa de grandeza de Atenas que
comienza después de las batallas de Marathón y Salamina contra los
persas.
Para
Esquilo, los ciudadanos atenienses, atrapados en la tensión entre las
estructuras viejas de poder y las nuevas, de corte democrático, deben someterse a las nuevas, que a
sus ojos son mucho más saludables.
El impulso de vengarnos por un daño que no toleramos es común a los
seres humanos de todas las épocas. No hay en Esquilo personajes buenos y
personajes malos sino hombres y mujeres que enfrentan decisiones insoportables
y dilemas irresolubles. Todos son complejos y tienen sus razones. Agamenón,
Clitemnestra y Orestes se encuentran en un lugar trágicamente parcial. En el
caso de Orestes, su obligación filial –vengar al padre– choca con otra
obligación filial, la que le impone el afecto y el respeto hacia su madre.
Orestes
envuelve los cuerpos de Clitemnestra y Egisto en la toga de su padre y el ciclo
de desgracias queda condenado a resurgir, ahora contra él mismo. Pero la
versión de Esquilo de esta tragedia, extrañamente termina bien, porque el
tribunal olímpico lo absuelve, apelando a, como
decíamos, las leyes de las cortes de Athenas, el lugar apropiado para resolver hechos
tan graves como el asesinato.
La
violencia es simple: la gente lastimada lastima a
otra gente. El deseo de venganza es tan antiguo como la humanidad y,
para entender esta natural respuesta, debemos hacer a un lado nuestro
aprendizaje social y volver a sus raíces. ¿O acaso la reciprocidad no es la
base de los vínculos? “Ojo por ojo” o el equilibrio se rompe.
En
suma: Esquilo nos dice que la vida es injusta, así que debemos desarrollar mecanismos que nos
ayuden a enfrentar las decisiones difíciles que, indefectiblemente, aparecerán
en nuestro camino. Y así continuar hacia adelante. No hay otra salida.
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