Un cuento de Inés Arteta.
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De aquel cielo vasto de la infancia en el campo menduco, me quedó la
franqueza de la soledad. La mamá y yo éramos microscópicas en la noche vacía,
como hormigas en plena llanura. Ya en la ciudad, el amontonamiento de los
edificios amortiguaba aquel vacío y, también, las ansias que provocaba la soledad. Las ganas de un futuro y acaso la
misma confianza en ese futuro, sumado al cansancio por el trabajo de corrido,
cama adentro, me hacía olvidar la inmensidad
de aquel cielo. Lo que tanto había deseado era lo que ahora tenía: el trabajo
en la Capital y el futuro que se me abría; eso anulaba cualquier pena y también
los estrujones de la nostalgia.
Desde chica las comadres me aconsejaron que no me hiciese los rulos
con tener un solo hombre, porque los hombres no tienen una sola mujer. Y si no,
mirá lo que le pasó a tu madre. Pero a mí no podía pasarme lo mismo que a la
mamá, que desde siempre me tincaba que era una tonta. Las comadres le tenían
poca paciencia porque ella no limpiaba el quincho ni se dignaba a cocinar. Pero
entre bueyes, no había cornadas; la mamá atraía más clientes y, como era tonta,
era desprendida y los repartía invocando las migrañas que yo heredé.
Nos dábamos cuenta de que llegaba un cliente porque toreaban los
perros y chillaba mi choco, y enseguida alguna de las comadres pegaba el grito
de “¡cayó piedra!”. Era de cajón que el cliente pedía primero por la mamá. Las
comadres la acusaban, decían que era una caída del catre, porque siempre estaba
cansada o esperando que el papá volviese por ella y por mí.
Me parece que me di cuenta de que ella era una tonta apenas aprendí a
caminar afuera del quincho, entre las gallinas. Todo lo que ella tenía en la
mente lo decía en voz alta, como para ayudarse a razonar.
A veces los tipos se iban sin pagarle y yo tenía que agarrarlos del pescuezo. Bah,
es una manera de decir. Los atajaba sentadita en la tranquera con las dos manos
formando un tazón. Qué sería de mí sin vos, ¿nocierto, Juanchi?, me agradecía.
En verano dormíamos a la intemperie, aplastadas por las estrellas, y
me acuerdo de saberme sola en verdad, a pesar de las comadres, de las gallinas
y el choco, gracias a aquel cielo inmenso y franco. Si soñaba con la Capital,
era como un empequecimiento de aquel cielo. Jamás como destino. La mamá soñaba
con que el papá volviese. Lo repetía como plegaria. Y las estrellas parecían
estar tan cerca que si el zonda soplaba muy fuerte, es probable que las
barriera y cayeran sobre la chipica como luciérnagas.
Fue en el 72, cuando cumplí los dieciséis, que me vine a la Capital.
Venirse a la Capital estaba de moda y las comadres lo venían esperando como un
fantasía de ellas mismas, de la que fui protagonista
cuando menstrué. Auguraban que si yo no confiaba en ningún hombre, iba a dar la
nota. Y si no que fuera a llorar al calvario.
La mamá no quiso despedirse, o mejor dicho, no la encontramos cuando
las comadres me llevaron a la estación. La noche antes había llorado mientras
murmuraba qué iba a ser de ella ahora, sin la Juanchi.
La Aurora, la santiagueña que trabajaba conmigo en lo de Fernández
Moreno, fue quien me presentó al Ceferino, y un domingo fuimos a caminar por la
plaza Francia, a dos cuadras de nuestro trabajo. Trató de esconderme que era
villero pero yo estaba enterada porque él era sobrino de la Aurora. Al tiempo
entendí que ser villero es algo que se escondía, que dos villeros en la misma
obra de construcción desconocían que el compañero y amigo era también villero,
solo que de otra villa, porque ninguno se lo confiaba a otro.
Enseguida me gustaron las pestañas largas del Ceferino y sus ojos
negros, como pura pupila, su hablar lento y
también que fuera medio güevón y creyera que Jesús era su amigo. Era imposible
imaginar al Ceferino en el quincho, entre las comadres.
Aquella tarde fue oscureciéndose, no hacía frío, y me invitó a
contemplar las estrellas. No fue verso. Veíamos los recortes del cielo grisón entre las hojas de un árbol enorme. Nos
habíamos acostado boca arriba sobre la chipica debajo este árbol que está en
una plaza elegante, rodeada de restaurantes para turistas y gente con dinero,
como los Fernández Moreno. Es un ombú, me explicó el Ceferino, tiene más de
doscientos años; y yo me tapaba la boca para que no se enterara que me reía. Me
reía de que había usado la palabra “contemplar” y de que me explicara la
historia del ombú. Siguió con que el cementerio detrás del paredón tenía
enterrada a la gente que había llegado al país desde España antes que el ombú.
España quedaba del otro lado del océano y en aquella época llegaban en barcos.
Esa gente había anotado los apellidos de cada uno en los sepulcros, que eran
como casitas, y un día me iba a llevar a que los viera. Me acuerdo que le
pregunté si España quedaba en Europa y me contestó que le parecía que sí. Quiso
saber por qué le preguntaba eso. Le dije que no había conocido al papá pero me
habían contado que él imitaba a cierta gente
solitaria de Europa. Enseguida le protesté que no había estrellas en la ciudad,
como para cambiar de tema. En el campo, en Mendoza, el cielo está regado de
estrellas, le dije con tantísimo orgullo. De noche te hacen mirar para arriba y
sentir la inmensidad y una especie de lejanía.
Y como el Ceferino era zarzo, es decir de cabeza simple, ya en aquel
primer encuentro me refutó: Pero en el campo no había trabajo, así que no
pienses en Mendoza, como yo no pienso en Alberdi. Y si extrañás y te sentís
sola, tenés que conocer a Jesús.
La señora Silvia Fernández Moreno era buena gente. Enseñaba a tejer a
unas mujeres en la villa de Retiro. A veces se quejaba de su marido con la
Aurora y conmigo. La Aurora le decía qué barbaridad, qué barbaridad, señora. Yo
miraba el suelo, para no comprometerme, como me habían enseñado las comadres,
porque el que me pagaba el sueldo era el señor. Jamás comía nada de la
heladera. Me compraba algunas frutitas y yerba y las guardaba en una bolsita
debajo de mi cama.
Mi horario de trabajo era de corrido, desde las seis y media de la
mañana hasta las once de la noche, pero solo tenía que limpiar cuando los nenes
estaban en el colegio. Planchar la ropa que lavaba el lavarropas y guardarla en
el ropero. Darles la merienda. Caminar con alguno al dentista y esperarlo ahí,
si le tocaba ir. O llevarlos en taxi a un cumpleaños, si tenían. Decirles que
se bañen. Juntar la ropa del piso. Avisarles que estaba la comida en la mesa.
La Aurora cocinaba. Nosotras comíamos juntas viendo la tele en nuestro cuarto,
que era para mí sola los fines de semana porque la Aurora se iba a su casa, en
la villa de Barracas. A la patrona, doña Silvia, la Aurora tampoco le dijo que
ella era villera. Le dijo que era de Barracas, total la señora no conocía por
ahí. Yo a doña Silvia le decía siempre que sí con una sonrisa y nunca me metía
en problemas. Tenía permitido dormir la siesta de tres a cuatro de la tarde y
me mantenía lo más lejos posible del patrón, que estaba poco en la casa.
Era vida de lujo, por lo que no era necesario que las comadres, cuando
llamaba a la mamá por larga distancia los domingos, me previnieran de que no se
me fuera a echar la burra ni que me quedara embarazada y derrochara mi vida.
¡En mi revinagre vida había estado tan bien! Yo protestaba que le mandaba la
mitad de mi bono de sueldo a la mamá, así que ellas ahora no podían
recriminarme.
Les decía eso y la culpa y la jaqueca duraban
por lo menos tres días. Porque era como decírselo a la mismísima mamá.
La migraña era tan fuerte que casi no podía pensar y la mente repetía y repetía
las palabras sarcásticas de las comadres, como un coro; que desde cuándo yo era
cajetilla. Desde cuándo hablaba como porteña. Desde cuándo había aprendido a
hablar con la corrección de un piojo resucitado.
Tenía el sábado a la tarde y todo el domingo para mí sola. Mis
patrones se iban al club y al Ceferino y a mí nadie nos molestaba los sábados a
la noche. Estábamos solos en la dependencia de servicio, y los primeros diez
meses el Ceferino no se quejó del remordimiento del ikiy,
como le decía él en quichua a los actos sexuales. Quizás porque estaba
demasiado arrebatado.
Pero una noche en la que yo miraba el techo sin decir nada, vio algo
en mi cara, creo yo, que lo hizo sentirse amenazado. A toda costa quiso saber
qué me pasaba. Porfié que así era yo, pensaba mucho de un modo u otro, muy a mi
pesar, y a veces me encontraba llorando sin saber la razón, pero de cualquier
manera llorar me daba sueño y eran las noches que mejor dormía. Y ahí fue que
el Ceferino me habló del padre Daniel por primera vez. Yo hice silencio. El
Ceferino era un zarzo lindo y tierno y me conmovió. Lloré otro poco y caí en la
trampa de hablar de más. Le conté que después de diez meses en la ciudad y
tantísima gente y ruido, era lo mismo que antes de llegar: cerca de mí seguía
habiendo esa especie de tristeza. Y para colmo también le dije que sólo sus
manos amainaban la distancia con el afuera, el mundo, con el cielo inmenso y
tan lejano. En mala hora, no sé de dónde me salieron esas palabras. Y ahí fue
que el muy güevón dijo que a la mañana siguiente, domingo, sí o sí debía
acompañarlo al vía crucis viviente en la villa y conocer al padre Daniel.
Yo sabía que él ayudaba a ese cura con el grupo juvenil de la villa en
la que vivía, pero no sabía bien qué hacían. Su trabajo aquella tarde fue
detener a la gente que quería tocar a los actores del vía crucis viviente.
Sobre todo querían tocar al que actuaba de Jesús camino al Calvario. Me acordé
mucho de las comadres esa tarde de domingo porque ellas me llevaban todos los
años al vía crucis de la Parroquia de la Carrodilla. Viajábamos desde lejos.
Ahora miraba el de la villa, y me daba cuenta de que todo aquel asunto era para
que Jesús muestre que la vida es un puro sufrir, que era lo que las comadres me
querían evitar. Entonces me acordé de las palabras, siempre las mismas, de las
comadres en la Carrodilla, que nunca les entendía, “que no se le eche la burra,
Juanchi. ¡Apiólese!”, y me reí pensando que ellas creerían que yo podría haber
heredado la tontera de la mamá.
De repente, en la quinta estación, el megáfono, en una voz aflautada,
dijo que Jesús había agotado sus fuerzas y que la comitiva se había topado con
Simón de Cirene y lo habían obligado a
ayudarlo para llevar la cruz. Sin comerla ni beberla, el tipo se encontró
cargando con una cruz ajena. En la octava estación, el megáfono dijo que Jesús
pidió que no se compadecieran de él sino del sufrimiento que vendría y exclamó:
“¡qué vivo dolor aflige a estas mujeres piadosas; madres, hermanas, esposas!”.
Por supuesto que eso me hizo recordar a las comadres diciéndome que
las únicas que acompañan y consuelan a Jesús camino al Calvario son mujeres,
porque son las únicas que se atreven a ignorar la tradición judía que prohíbe
llorar por los condenados a muerte. Fíjese Juanchi, que no le estamos diciendo
que tiene que ser una llorona, como su madre, y llorar por su padre, sino
avivarse e ignorar todas las tradiciones y ser una atrevida, ¿entendido?
Me llevaban al vía crucis porque les parecía que era el lugar indicado
para espantarme la fantasía del papá, quien, según las comadres, había vivido
como un ermitaño. Decían que una vez que
había huido, había escuchado evangelizar a un predicador en plena pampa; que
hacía mucho tiempo atrás, en Europa, los ermitaños expiaban sus pecados arriba
de una pilastra. Y él, que no sabía lo que era una pilastra, preguntó. El cura
se había demorado en la explicación, pero el papá entendió lo suficiente, que era algo para despegarse de la
tierra, porque cerca del suelo se hacían los pecados. Entonces, para perdonarse
de haber matado a un hombre, decidió convertirse en un solitario por su propia
voluntad, de vida errante, y purgar su pecado arriba de su caballo, porque él
era gaucho. Así vivió hasta el día en que apareció el hijo del hombre que el
papá había matado, para cobrarse, y en el duelo, cayendo del caballo, murieron
los dos.
Yo cometí la torpeza de contarle esto al Ceferino y él se lo contó al
padre Daniel. El padre Daniel era un hombre de pocas palabras. Sin embargo, me
dijo que entendía que se me hiciera difícil sentir la compañía de Jesús. Se
debía a la muerte del papá. O a su ausencia. Le dije que él era un hombre muy
santo, pero que apenas sabía de mí. Yo no extrañaba al papá, porque no lo había
conocido.
Con todo, el padre me había caído bien. Su voz era serena, pausada, y
sus pupilas enfocaban mis ojos como si yo
fuese alguien, y como si su tiempo no fuese el zonda que arrastra y empuja y
voltea a las personas como las últimas hojas secas al final del otoño. Sobre
todo me había gustado que usara muchas veces, en su homilía, la palabra
“nosotros”. Me di cuenta de que se
refería a una especie de hermandad de la villa y que el Ceferino y la Aurora
estaban incluidos en ese nosotros, y yo no. Yo no era villera. Los tres
teníamos la misma sensación de lejanía pero
yo estaba sola y ellos no estaban solos. Era como si hubiesen traído un
pedacito de su origen a la villa. Lo mismo pasaba con los “paraguas”, con
quienes ellos no se juntaban, salvo delante del padre Daniel. Afuera de la
villa tenían vergüenza de ser villeros, pero adentro, aunque no lo
reconocieran, había esa sensación de pertenencia que fue tan importante cuando
tres años después llegó el gobierno militar y con ellos
el plan de erradicación de villas miseria.
Estaba especialmente contento, había dicho el padre Daniel en su
homilía, porque Perón era presidente y había esperanza para los pobres. Un año
más tarde, la Triple A asesinó al padre Mugica, de la villa de Retiro, cuando
salía de dar misa. Tres años después, la Triple A fue absorbida por el gobierno
militar del golpe de estado, y las topadoras y tanquetas aparecieron en la
villa del Ceferino y de la Aurora y para entonces, también la mía.
El plan del gobierno de los militares era arrancar las villas miseria
para que la ciudad quedara limpia del mal visible e invisible. Cuando las
topadoras llegaron, yo misma lo vi al padre Daniel treparse encima de una topadora
para que no pudieran aplastar la primera de las casas, que era la de una
familia de Misiones. Bajate, cuervo, le gritó uno de los milicos, y en verdad
el Padre Daniel parecía un pájaro, allá arriba de la pala de la topadora, con
el pantalón negro y el pulóver negro que la Aurora y yo le habíamos tejido. Me
acuerdo perfecto cómo, desde ahí, me gritó, “¡Juanchi, no dejes tu casa!, vos y
tu crío no se suban a los camiones con sus cosas, como dicen estos embusteros,
no les creas que te van a dar una casa nueva”.
El padre Daniel era de España, por eso usaba palabras como
“embusteros”. Él había estudiado sociología y era tercermundista y se daba
cuenta lo importante que era que la familia tuviese una vivienda digna, de
material, y no esas provisorias con las que los militares nos querían convencer
de trepar a los camiones.
Casi todos perdieron sus viviendas, incluida la Aurora. Nosotros, con
el Ceferino y el crío, tuvimos mucha suerte y nos mudamos a una de las casitas
que entregó la cooperativa del padre Daniel, en el barrio de Temperley. Allí
nos alejamos un poco de él y de su carisma y también de aquel nosotros que abrazaba a la gente de la
villa. El Ceferino hablaba del orgullo de haber salido de allá y no extrañaba
al grupo juvenil, pero yo sí. A la noche le sacaba el tema del padre Daniel, de
cómo se había bancado solo a los militares, sin involucrar a nadie, porque
sabía del riesgo en el que ponía a todo el grupo sólo por ser villeros y por
andar todos juntos.
Casi se nos destrozó el corazón cuando nos enteramos del accidente del
padre Daniel. Andaba en bici para todos lados. Incluso iba y venía en bici
desde Constitución, donde dormía, hasta la villa. Y lo atropelló un camión una
noche de lluvia, en su bicicleta. Iba a revisar un pasacalle de una bicicleteada a Luján, porque creyó que el
temporal se lo habría tirado abajo. Con su muerte sentí lo que él me había
dicho que yo sentía por la ausencia del papá: angustia. Me faltaba algo y por
una vez sabía perfectamente bien qué era.
Lo de Fernández Moreno lo dejé ni bien nació el crío. Y no trabajé más
hasta que la nena, que nació tres años después, entró en primer grado. No
pensaba tener a la mamá o a mi suegra en mi casa para salir a desvencijarme en
un trabajo cama afuera, a cambio del viático. Si había confiado en un hombre,
había confiado. Las comadres dejaron de hablar conmigo, yo las había
decepcionado. Tanto empeño que habían puesto en mí para que saliera adelante,
para que se me eche la burra. Ahora iba a entender que llevarme al vía crucis
también había sido para que viera cómo en el Calvario sólo Dios escucha al que
llora, porque siempre el llorón es el propio culpable de su situación
irremediable.
En cuanto la nena entró en el primer grado, por un contacto del padre
Daniel conseguí trabajo en un hospital psiquiátrico
de acá de Temperley. Los primeros dos años limpié pasillos, recepción, salas,
consultorios y hall. Barría la galería cuando el jardinero cortaba el pasto.
Como en lo de Fernández Moreno, donde a mi patrona le decía a todo que sí, lo
mismo a la directora, hasta que llegaba la hora de irme. Ella sabía de
mis nenes y no me reprochaba que tuviese que ser puntual, por la escuela.
Pasados los dos años ella se había dado cuenta de mi responsabilidad y
predisposición para ayudar a las visitas, a los internos de día o a los
crónicos, que se extraviaban seguido, por sufrir repentinos raptos de
desorientación. Los locos no me producían ningún temor, todo lo contrario. Era
como si ellos hubiesen encontrado un atajo al vía crucis, no le buscaban la
quinta pata al gato, ni esperaban que Dios les escuchara los quejidos. La
directora, entonces, pasados dos años, me dio el cargo de enfermera, y cuando
mis nenes crecieron un poco más, ya podía trabajar de ocho a seis de la tarde y
logré ser jefa de enfermeras.
Les machaqué a mis hijos que estudien. En balde. Ninguno de los dos
terminó el secundario. Ahora andan vagando por ahí, con otros pibes como ellos,
perdidos o enojados. No parecen tener una idea fija, como yo tuve a su edad:
venir a la Capital. Una idea fija que ayudaba a tragarse lo que no gustaba y
también los estrujones del alma.
Las comadres tuvieron razón con el Ceferino,
por muy zarzo que fuese. Una mañana salió llevando los nenes a la escuela y
nunca más volvió. No supe dónde se había ido mi hombre, igual que la mamá el
suyo. En el trabajo tampoco sabían dónde estaba. Me parece, por la cara que
pone la Aurora cuando le pregunto, que sabe que se fue con una chica. Ella
siguió dándome una mano como yo le di una a ella cuando se quedó sin vivienda y
se mudó con nosotros por seis meses hasta que volvió a la villa.
Al año que se fue el Ceferino, creyendo que me hacía un bien, la
Aurora trajo de sorpresa a las comadres y a la mamá y las instaló en mi casa.
Estaban viejitas y me ahorraron todo lo que pudieron las caras de reproche.
Sobre todo porque vieron que mi casa es limpia y ordenada y mis hijos hacen
caso. Pero más que nada por mi trabajo digno y que gano bien. Mientras ellas
estuvieron, no escatimé en nada. Se quedaron poco tiempo porque no veían la
hora de volverse al campo. Dijeron que ya no haría falta que les mandara la
mitad de mi bono de sueldo porque todas
tenían pensión.
Y la Aurora, cada vez que voy a visitarla, pareciera que se inquieta;
mira a derecha e izquierda con miedo de que nos topemos con el Ceferino y la
nueva. Pero la villa ya no es la de antes, la de la época del padre Daniel.
Para llegar a la Tierra Amarilla, donde vive la Aurora, ella me tiene que
esperar para abrirme las rejas de los pasillos, los mismos por donde antes el
Ceferino y su pandilla corrían libremente, de un lado al otro.
Las comadres tuvieron razón en relación al Ceferino, pero se
equivocaron conmigo. Desde que me quedé sola, pude tener otros hombres y no
quererlos tanto. Meterlos en mi cama para que sus manos amainen la lejanía y la
soledad, que con los años se fue haciendo cada vez más franca, más noble; ya no
me hace falta el cielo inmenso del campo
para enterarme. Cuando terminamos les chisto que no hagan ruido, les agradezco
cuando me pagan y los llevo a la cocina. Pongo la tetera para el mate, les hago
una conversación cortita, que es algo que siempre precisan, y hasta luego. Al
día siguiente salgo a la calle, al sufrimiento del
vía crucis, con los ojos en alto.
Pero adentro de mí, sola conmigo, sólo yo sé que ese trabajo digno,
que me da orgullo de la boca para afuera, no para la olla. Y nada ni nadie
puede quitarme la satisfacción de saberme patrona de mi otro trabajo, el que
hago tan bien, porque lo aprendí de chica y porque lo disfruto desde las entrañas.
Antes creía que al Ceferino todo le había empezado a cambiar cuando
nos fuimos de la villa. Yo tenía los pies en la tierra más que él, aunque por
primera vez estuviésemos en el pavimento. Me decía a mí misma que el Ceferino
esperaba más de la vida y de Jesús. Con su mirada oscura y fuerte increpaba a
Jesús, pidiéndole cosas, como si tuviese derecho. Se frustraba por poco. Una
noche que chispeaba y llegó tarde a cenar, se lo noté en la cara: andaba detrás
de una pollera. Pero ahora ya no creo que haya sido culpa de salirnos de la
villa ni de la desilusión con Jesús. Creo que en verdad fue mucho más sencillo
que eso; fue, precisamente, algo parecido a lo que vaticinaron las comadres:
los hombres no tienen una sola mujer.
Mentiría si, a pesar de ese amor tan fuerte que siento todavía por el
Ceferino, dijera que lo extraño. También si pensara
que hubiese sido preferible no haber creído en él, culpa de quererlo
tanto. A mis hijos les tocó vivir un mundo mucho más difícil, sin ninguna
posibilidad de sueño o esperanza o idea fija. Para ellos, es como ser viejos de
antemano. Sienten bronca hacia el Ceferino, una que yo no supe tener hacia el
papá, el gaucho redentor que nunca conocí. A la noche me voy a dormir vanidosa
de mis dos trabajos y en mis trabajos pienso hasta dormirme. Pero muchas noches
me he encontrado imaginando que estoy acostada boca arriba a la intemperie en
plena llanura, diminuta bajo el cielo menduco, inmenso, aplastada por las
estrellas. Siento unas ganas inmensas de acercarme a aquel cielo, rasparlo con
las puntas de los dedos. Huelo olor a yuyo como si en verdad estuviese allá y
antes fuese ahora, y de repente mis oídos oyen el galope de un caballo:
tocotoc, tocotoc. La tierra tiembla apenitas, pero el galope es cada vez más
preciso y cercano. Me incorporo, me apoyo en un brazo, aprieto los ojos para
enfocar hacia el horizonte plano. Sí, es un caballo y un gaucho con sombrero y poncho. Se acerca poco a poco. Se baja
del caballo con esfuerzo, está muy cansado. Siento el latir de mi corazón como
otro galope en la garganta. El gaucho tiene barba; el sombrero dos abolladuras;
lleva rastra, chicote y botas de potro. A
pesar de la barba, se parece al padre Daniel. Me pregunta qué ha sido de mi
vida. Su voz suena profunda, casi con eco. No sé por qué le cuento desde el
principio, que aprendí a caminar sola, entre las gallinas. Me emociono un poco.
Le digo que con la mamá lo esperábamos ahí mismo, todas las noches. Le cuento
de mi trabajo en la Capital a los dieciséis y de mi amor por el Ceferino, y de
mis hijos que están crecidos. Me agrando cuando llego a la parte de mi trabajo
de ahora en el hospital, porque, le explico, es una época tan fea para el país.
En el instante en que la emoción me llega, y me obligo a volver ahí mismo donde
estoy, a mi pieza de Temperley, me levanto para ir al baño. Abro la canilla,
mojo mi cara y dejo que el agua fría me despabile.
Evocado bajo la luz blanca de la lamparita del baño, no sé si aquel
gaucho, aquella presencia que me ligaba tan fuerte con el cielo, era el papá
que no conocí o el mismo Dios.
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