"No importa si gana o pierde su batalla, lo que importa es que da pelea."
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Lo que más me gusta del héroe hemingwayano, es que es un luchador. No
importa si gana o pierde su batalla, lo que importa es que da pelea. Hemingway
llamó al coraje con el que alguien se enfrenta a circunstancias duras, grace under pressure, aplomo bajo
presión.
Los cuentos de Hemingway tienen un estilo lacónico, seco, mínimo. El
texto dice lo menos posible y conocemos la historia leyendo entre las líneas.
Por esa singular combinación de simplicidad y precisión, Hemingway obtuvo el
Premio Nobel en 1954. Pero como opina Harold Bloom, sus mejores cuentos superan
sus novelas, aun a The sun also rises (Fiesta, en castellano) y El viejo y
el mar.
Es difícil leer a Hemingway sin intoxicarse del Hemingway-personaje y
de su leyenda. El hombre buen mozo, de fuerte carisma, integrante de la lost generation en Paris de los años 20,
que vivió dos guerras mundiales, la guerra civil española, adoraba las corridas
de toros y la tauromaquia, estuvo en safaris en Tanzania y en Kenia, estuvo en
China, vivió en los Cayos en los años 30, se casó cuatro veces y tuvo amantes
actrices de Hollywood, patrulló el Caribe en su barco de pesca armado hasta los
dientes durante la segunda guerra mundial, vivió en Cuba, desembarcó en
Normandía, dijo ser el primero en entrar al Ritz después de la liberación de
París, etc. Etcétera. Entre los etcétera se incluye su suicidio. Irónicamente,
el suicidio era lo peor que podía hacer un héroe hemingwayano, el colmo de la
falta de aplomo bajo presión. Observémoslo en algunos de sus cuentos:
“El campamento indio”, de 1925.
Nick Adams, (alter ego de Hemingway), es un chico que acompaña a su padre a
ayudar a una india que está en doloroso trabajo de parto desde hace dos días.
También los acompaña el tío de Nick. El padre quiere que el hijo vea el modo como
le realiza una cesárea a la mujer con un cuchillo y le cose la herida con hilo
de tripa, pero él cierra los ojos. Le comenta que los gritos de la parturienta
no importan. El bebé nace pero el marido de la mujer se degolló en su catre
antes de que todo termine. El padre no quiere que Nick vea al muerto, pero él
lo ve. Después le pregunta a su padre por qué se suicidó el hombre y él le
responde que no aguantó las cosas. Nick se promete aguantar las cosas, ser un duro
aguantador.
En esta historia, Nick atraviesa un rito de paso: con esta
experiencia, abandona la infancia. A la ida, en el bote, iba en los brazos del
padre y vuelve sentado en la otra punta del bote, dándole la espalda. Si bien
en el cuento hay sexismo y racismo por el trato del médico hacia la india, la
historia no se apoya en esa violencia sino en lo que pasa con Nick. El indio
representará la antípoda del héroe hemingwayano: no resistió. Quizás se haya
suicidado porque no toleró el sufrimiento de su mujer, o acaso no soportó el
racismo de los hombres que vienen a ayudarla, o que el padre del bebé fuese el
tío de Nick, que cuando ellos se van, permanece en el campamento festejando con
los indios. Hemingway no nos aclara el motivo del suicidio, los lectores
debemos interpretar qué es lo que le fue tan insoportable para no aguantar las
cosas y rendirse fatalmente.
En “Los asesinos”, de 1927,
unos gangsters se presentan en un restaurante y preguntan por Ole Andresson.
Saben que él cena siempre ahí. Retienen a las personas que están en el lugar
mientras esperan para matarlo. Como Ole no aparece, deciden ir a buscarlo. El
hombre que atiende el restaurante le pide a Nick (que ahora tiene unos
dieciocho años) que vaya a la pensión adonde vive Ole a prevenirlo. El cocinero
le recomienda que no se meta. Nick encuentra a Ole recostado en su cama mirando
hacia la pared, como el indio suicida. Agradece el aviso de Nick, pero él ya se
ha rendido: no va a huir y menos aún, avisar a la policía. Ole, que había sido
boxeador profesional, que cobraba por dar pelea, ahora se da por vencido. Nick,
que ha tratado de hacer algo por él, no aguanta la actitud de Ole, que, en los
estándares de Hemingway, es antiética, –el mal debe ser confrontado–, y decide
irse del pueblo. Irse es también una manera de huir, de no aguantar la presión.
El cuento está contado en diálogo, es seco, mínimo. Presenta la
técnica de la omisión o, como la llamó el mismo Hemingway, del iceberg. La
historia sucede debajo de la superficie, no sabemos la razón por la que quieren
asesinar a Ole ni por qué él se rinde. Debemos encontrar el calado de la
historia en lo que no se dice, como en “Colinas como elefantes blancos”, (también de 1927): en este cuento, lo
que se ve por arriba de la superficie es una liviana conversación de una pareja
en una estación de tren española, sobre si continuar con la vida estéril y
decadente que llevan, o asentarse en otra convencional pero más valiosa,
pacífica y gratificante. Deben decidir si llevar adelante una operación que es,
según el hombre, una pavada, y, aunque él dice que no quiere que ella se la
realice si no quiere hacerlo, es evidente que hablan de un aborto y que él
quiere que se la haga y ella no. El hombre prefiere seguir como estaban antes,
los dos solos y despreocupados, y la mujer, si bien dice que ella misma no le
importa y que se va a operar para complacerlo, se percibe que a ella sí le
importa, es conciente de su capitulación pero no tiene el coraje para resistir.
Ella tampoco aguanta la presión. Las colinas, en el cuento, representan la
permanencia, al mismo tiempo que la ilusión de lo que parece una cosa, evoca
otra. Un “elefante blanco” es algo muy caro e imposible de mantener. La ilusión
lo es. El aborto es un acto simbólico de soltar irrevocablemente lo que es
bueno y vivo en el mundo. El cuento termina con una mentira de la mujer, la vencida:
“me siento bien”. Entonces, con el foco en el aborto, por debajo de la
superficie, exploramos la relación entre el hombre y la mujer, tanto desde lo
que dicen, como desde lo que no dicen. Y ninguno de ellos es un héroe
hemingwayano.
Decía Hemingway: “Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente
bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el
lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una
sensación tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de
movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece
sobre el agua”.
Esa omisión también está en “Un lugar
limpio y bien iluminado”, (de 1933):
de una conversación entre dos mozos sobre un cliente, un viejo, brota la
tremenda soledad de dos de ellos y los prejuicios del tercero. El mozo joven
quiere echar al viejo, cerrar, irse a su casa y meterse en la cama con su
mujer. No tiene ningún tipo de empatía con el viejo borracho. El mozo más
viejo, por el contrario, se identifica con él y con los insomnes, que necesitan
una luz en la noche. A él le parece que el joven no entiende porque es joven,
tiene un trabajo y tiene confianza. Ya le va a llegar la desilusión. Él no quiere
cerrar por si alguien necesita un lugar limpio e iluminado para tomar con
dignidad. Entonces se cuestiona su propia hambre de una luz en la noche y su insomnio,
y cree que probablemente sean muchos los que padezcan eso mismo. El lugar
limpio e iluminado, el café, sería un respiro temporario del caos y la
oscuridad del mundo, destruido de valores. Frente al sinsentido de la vida, el
Misterio y el choque contra la Nada, sería un especie de refugio. No llega a
ser un escape, sino un respiro temporario. El mozo viejo es un héroe
hemingwayano porque es solidario, juega el juego de la vida con reglas y, en la
conciencia del sinsentido, le encuentra sentido al Misterio de la humanidad. A
él no le importa si el cliente es viejo y borracho, el café ofrece un servicio
determinado y no quiere acortarlo y sacar una ventaja. Esa es su forma de dar
pelea, de aguantar.
En “La feliz y corta vida de Francis
Macomber”, (de 1936): una pareja de
ricos va de safari y Francis, el marido, ha mostrado ser un cobarde cuando,
después de herir a un león, huyó corriendo cuando debieron entrar en la selva a
rematarlo. A Margot, su esposa, la abochorna su conducta y lo demuestra
acostándose con Wilson, el guía. Así, le indica a su marido que lo domina. En su
matrimonio, ella había aportado una singular belleza y él una singular fortuna.
Once años después, su belleza se ha marchitado un poco y la cobardía de su
marido es una herramienta de control para ella. Si él tomara coraje, podría
darse cuenta de que puede dejarla y renovarla por una más joven. A la mañana
siguiente, el humillado Francis quiere redimirse en la caza del búfalo. Esa
escena es una paralela a la del león: hieren al búfalo y otra vez hay que
entrar a la selva a rematarlo. Pero esta vez Francis actúa con valentía y arremete
contra el búfalo herido. Eufórico, ya transformado en valiente, recibe un tiro
en la cabeza. El disparo salió del rifle de Margot, que había apuntado al
búfalo herido que encaraba a Francis, y en vez, le embocó a su marido. La
felicidad de Francis es corta, dura apenas unos segundos. Pero muere dueño de
sí mismo, dando pelea. Sin embargo, Francis no sería un cabal héroe
hemingwayano porque no actúa según reglas sino que reacciona. Wilson, en
cambio, un outsider que desafía la
moral convencional y las reglas sociales, sí lo es porque tiene sus propios
códigos que acata a rajatabla. Sus reglas no son las convenidas sino las
propias: azota a los nativos por más que está prohibido, pero no lo hace por
sadismo sino porque ellos prefieren ese castigo al recorte de dinero. Caza
desde el auto, por más que está prohibido, porque le parece más excitante.
Lleva un catre doble porque sabe que podría llegar a acostarse con las mujeres
que lo contratan. Por más que Francis, su cliente, le pide de irse después de
herir al león, le responde terminante que no, porque no se abandona a un animal
herido. En sus códigos, sobrevive el más apto, por eso no le preocupa que
Francis sepa que se acostó con su mujer. Acata sus propias reglas y va a fondo
con ellas frente a todo tipo de presión.
En “Las nieves del Kilimanjaro”, (de
1936), el escritor Harry, (seguramente alter ego de Hemingway), espera la
muerte en un catre dentro de una carpa en el medio de Tanganika, a los pies del
Kilimanyaro. Se había sucedido una serie de pequeños infortunios que,
combinados, le consiguen la muerte: el chofer se olvidó de poner aceite a la
camioneta y quedaron varados, él se pinchó la rodilla con una espina, no le
puso desinfectante y se gangrenó. Mientras espera la muerte, maltrata a su
mujer que lo atiende maternalmente y se reprocha haber dejado de escribir para
ceder a la vida cómoda que le permitió el dinero de ella. Se increpa por el
desperdicio de su talento y haberse convertido en lo mismo que tanto
despreciaba y criticaba. Mientras entra y sale de la inconciencia, su actitud
oscila entre la resignación, la valentía y la indiferencia. Pero al final logra
el aplomo bajo presión, y, en la agonía, vuelve a encontrar la creación
artística. Por lo tanto, no muere entregado. Cuando la muerte al fin llega, no
es dolorosa y él está preparado para ella. Es trascendente; el ¿alma? De Harry
sobrevuela el Kilimanyaro, donde hay pureza.
En mi opinión, no importan los autores,
–ni aun si han sido todos unos personajes–, lo que importa es su obra. En el
caso de Hemingway, rescato, por sobre todo, al luchador. No es un winner porque haya ganado sino porque
juega a fondo con sus propias reglas y, con mucha garra, le pone el alma. Tiene
grace under pressure. Aplomo bajo presión.
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