Un cuento de Inés Arteta.
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Paula
y Roberto viajaban a General Pico. Llevaban el proyecto para la ampliación de
la casa del intendente, recientemente electo. En
el asiento trasero del auto iba el maletín repleto de dibujos y el rollo con
los planos. Viajaban en silencio. Habían discutido al salir de Buenos Aires
porque Paula no pudo tomarse la tarde libre y ahora los iba a sorprender la
noche en pleno viaje. A la altura de Luján, Roberto puso un disco y empezó a
tararear la canción. Al rato meneaba la cabeza al ritmo de la batería y Paula
entendió que quería perdonarla. En la rotonda de Mercedes le dijo que ninguno
de sus amigos amaba a su mujer como él. La amaba incluso más aún que cuando se
casaron. Sus amigos le decían que ese amor era algo inaudito. Tan inaudito como
su deseo sexual intacto después de doce años.
Paula
no dijo nada. Todavía le pesaba la culpa de haberle pedido a su hermana que se
quedara con sus hijos, el estrés de darle indicaciones a las apuradas y la
preocupación por haberse olvidado de algo sin atinar a saber qué. A las
apuradas había sacado de la caja fuerte el sobrecito con veintitres mil dólares
que, sumados al pago por el proyecto, servirían para pagar la casita de sus
sueños en el Tigre. Decidió que era más seguro llevar el sobre consigo, adentro
del corpiño.
Paula
pensaba que el deseo sexual de Roberto por ella
se mantenía vivo gracias a su esfuerzo de cada día. La tarde anterior había
comprado un disfraz de camarera para estrenarlo en el hotel de General Pico.
Sus amigas, separadas o solteras, compraron el combo fiestero de vibrador rabbit, la mariposa estimuladora y el
muñeco Big John, y habían gastado más
de trescientos pesos cada una. Ella, en cambio, gastó sólo noventa y cinco en el juego
erótico del room service.
A
la altura de Chivilcoy la ruta estaba muy cargada. Roberto insultó al camión al
que iban pegados y después volvió a enojarse con Paula por haber retrasado la
salida. Paula persistió en su mudez. Puso la radio FM y se oyó una canción
lenta; Paula miraba por la ventanilla la inmensa extensión de pastura, ocre por
el reflejo del sol y salpicada de florcitas amarillas. Una hora más tarde el
tráfico había disminuido y Roberto decía que las mujeres son una especie muy
distinta a los hombres.
–¿En
qué? –preguntó Paula–. Sabía que ahora comenzaría una de las disquisiciones que
tanto le gustaban a él y que los llevaba a conversar durante horas. El tiempo
del viaje pasaría volando si se entretenían discutiendo. Roberto admiraba su
inteligencia y tenía la costumbre de arrojar frases así
para hacerla reaccionar.
–Los
hombres somos mucho más sexuales que las mujeres.
Las
generalizaciones la aburrían tremendamente. Pero si se quedaba callada, Roberto
interpretaría que estaba molesta por su enojo, por no haber podido salir del
banco al mediodía y eso les arruinaría el estreno del disfraz de camarera.
–Hoy
en día los hombres son mucho más femeninos y las mujeres más masculinas de lo que
vos creés –dijo Paula–. Conozco montones de mujeres que tienen al sexo como una
prioridad.
–¿Sí?
¿Quiénes? No es tu caso. Conmigo pasás más tiempo dormida que despierta. Tus
horas despierta las pasás en el banco u ocupándote de tus hijos.
–No
creo que las mujeres seamos muy distintas de los hombres respecto de nada.
–No
me podés discutir que los hombres somos mucho más sexuales.
–Eso
les gusta decir a los caretas de tus amigos. Yo tengo más amigas divorciadas o
solteras que casadas y están muy interesadas en procurarse sexo.
Roberto
hizo silencio un rato largo, se notaba aturdido por la rapidez y la seguridad
con la que Paula le había hablado. Y Paula sabía que el disgusto se le pasaría en breve, su alma de voyeur era más fuerte que su orgullo.
El
sol ahora era un semicírculo rojo al final de la ruta, un rojo demasiado
oscuro, más lóbrego que poético. Exaltada, Paula esgrimió otra evidencia: dijo
que sus amigas divorciadas estaban encantadas con su soledad, para eso existían
los consoladores. Entonces podían poner toda su energía en el trabajo.
–¿Consoladores?
–dijo Roberto–. Contame quiénes usan consoladores.
Paula
se calló y cruzó los brazos. Suspiró tres veces, resoplando. No se podía
discutir con Roberto porque le faltaba profundidad.
–Dale,
Paula. Vos sabés que a mí me gusta entender a las personas. Te creo que las
mujeres estén liberadas de nosotros, que no necesiten de nuestros penes porque
inventaron los penes de goma. Dame un ejemplo, a ver.
Paula
levantó las rodillas, apoyó los pies sobre el asiento y rodeó sus piernas con
los brazos, apretándolas contra el pecho.
–Sos
mala, eh. Entre marido y mujer no debería haber secretos. Dijiste que tus
amigas usan consoladores, decime quiénes. Aunque sea una sola. Dale.
Paula
cambió el dial de la radio hasta que encontró el de música clásica y subió el
volumen. Cerró los ojos. Quince minutos más tarde Roberto seguía mudo, jugaba
el papel de decepcionado. Entonces, se imaginó algo que no le gustaba: llegar
enojados al hotel de General Pico, lavarse los dientes sin hablar y acostarse
dándose la espalda. Recordó el mensaje de texto que Roberto le había enviado la
semana anterior, después de una noche apasionada: Pau, sos lo más. De golpe sintió un arranque de amor hacia el padre
de sus hijos, un hombre atractivo y generoso y creador de maravillas
arquitectónicas que dejarían su huella en el mundo.
–Ayer
un cliente me dijo que soy muy atractiva.
–¿Ves
que tengo razón? El tipo te quiere levantar.
–Cuando
me ponga gorda o vieja vos tampoco me vas a mirar.
–¿No
ves que vos misma apoyás la teoría de los hombres que querés impugnar?
–No
lo puedo creer.
–¿Qué
es lo que no podés creer?
Hicieron
silencio un rato largo. La ruta estaba casi vacía de tráfico pero muy poceada y
Roberto tenía que concentrarse en esquivar los baches.
–Contame
algo –dijo al fin–. Contame un cuento así el viaje se hace más llevadero. Un
cuento tuyo o de alguna de tus amigas. Vas a ver que no soy retrógrado como
decís, que entiendo a las mujeres mejor que los psicólogos.
El
cielo ahora se veía oscuro y empezaban a brotar algunas estrellas. El paisaje
era bello al mismo tiempo que ominoso. Paula tomó la mano de Roberto que estaba
sobre la palanca de cambios y la apretó.
–No
me va el rol de Scherezade, de animadora oficial de la pareja.
–Dale,
no seas mala. Vos sabés cómo me gustan las historias que me contás.
–Es
que no las entendés. Sólo te interesan si hay sexo.
–Te
juro que a mí me interesa entender a las mujeres.
Una
hilera de árboles desfilaba veloz por la ventana derecha y a Paula le
parecieron sombras de cíclopes, gigantes de un solo ojo iguales a Roberto y a
montones de hombres como Roberto. Una medialuna finita asomaba detrás de un
monte oscuro. Paula cruzó las manos detrás de la nuca. Dijo:
–Te
cuento una historia pero tenés prohibido preguntarme el nombre de la
protagonista, ¿estamos?
–Estamos
–dijo Roberto y sonrió encantado.
–Divorciada.
–¿Linda?
–Siete
puntos.
Roberto
sonrió apenas, con lascivia o simplemente divertido.
–Era
el mes de julio y el jefe le pidió que se tomara al menos una semana de
vacaciones porque tenía días acumulados de los años
anteriores. La mujer no entendió qué le importaba a su jefe si ella no se
tomaba vacaciones, pero no quiso indagar porque ya habían echado a dos
compañeras en los últimos meses y no podía darse el lujo de quedarse sin
trabajo. No sabía cómo aprovechar su semana de vacaciones. Hacía rato que tenía
ganas de sentir un poco de adrenalina.
Estaba harta de su vida rutinaria: del trabajo a su casa y de su casa al
trabajo. La perspectiva de ese viernes por la noche era comer comida china
frente a una película alquilada. Y eso fue lo que al final pasó.
–Debe
ser cuatro puntos, no siete –dijo Roberto.
–A
la mañana siguiente era sábado –siguió Paula, ignorando el comentario–. No
tenía nada que hacer. Desayunó frente a la computadora y en su casilla encontró
el correo de un muchacho que había conocido en un curso de huerta dos años
antes. Esta mujer siempre vivió en departamentos y no tiene dónde plantar nada
salvo aromáticas en macetas sobre el marco de la ventana, pero había tenido la
fantasía de la huerta, las botas de goma y la tijera de podar. Ella y el
muchacho habían quedado muy amigos desde aquel curso a pesar de que él tenía
veintiuno y ella, treinta y cinco, y la relación se había dado sólo por correo
electrónico, ya que él vive a 400 kilómetros de Buenos Aires. El muchacho le
escribía contándole sus discusiones con el padre, que no le perdonaba haber
abandonado la carrera, o los conflictos con su hermano mayor, con quien
compartía la responsabilidad del trabajo en el campo. En este último correo le
contó que se había levantado a una vieja. Con las viejas, un piropo bastaba. A
la mujer la desesperó que “la vieja” tuviera cuarenta años, sólo cinco más que
ella. Recordó la descripción que el muchacho le había hecho del campo y de su
“quinta” pegada a la casa. (El muchacho llamaba “quinta” a la huerta.) Y esa
mañana, la mujer tuvo el impulso de llamarlo. Y lo hizo. Le preguntó si era verdadera la invitación al campo, abierta a
cuando ella quisiera, porque estaba de vacaciones. El muchacho se mostró jovial
y conmovido por su interés en hacer el viaje y conocer su campo. Dos horas
después ella estaba en Retiro y una hora más tarde viajaba en el ómnibus por la
ruta siete. El viaje duró seis horas. Llegó a la ciudad de Lincoln y se tomó un
remís hasta el campo. Llegó agotada, a las 9 de la noche. El muchacho le
presentó a su hermano, le mostró su habitación y le dijo que cenarían a las 9 y
media. Cenaron los tres juntos y a las once, después de decir que, seguro, ella
debía de estar muy cansada, los hermanos se despidieron. La mujer se despertó a
las siete y desayunó con ellos. Recorrieron el campo. Dos galgos los seguían al
costado de la camioneta, el hermano manejaba y el muchacho se bajaba cada dos
por tres a revisar alambrados. Almorzaron a las doce. En invierno no hacían
siesta para aprovechar las horas de luz. A las dos estaban los tres a caballo y
otra vez los seguían los galgos. A las seis tomaron mate y cada uno fue a su
habitación a descansar hasta la hora de la cena. La
mujer no sabía qué ponerse. Había traído un vestido pero le parecía demasiado
para el campo. Se probó un pantalón negro pero en el espejo del baño lo vio
apretado, le daba aspecto muy de levante. Optó por el vestido. Cuando salió del
cuarto, el muchacho estaba en el living, miraba televisión. La mujer le
preguntó por el hermano y dijo que se había ido a la ciudad. Eso le dio el
indicio de que había preparado la situación para que estuvieran a solas.
Miraron televisión y cuando terminó una película con Susana Giménez de los años
80, cenaron solos a la luz de dos velitas que él había encendido sobre un
plato. En una vitrola antigua sonaba música francesa y ella lo felicitó por el
puchero de gallina. Ah, todo el tiempo tomaban el vino tinto que ella había
llevado. Después de cenar el muchacho se sentó en el mismo sofá delante de la
televisión pero no la encendió. Abrió una caja de zapatos en la que guardaba un
paquete de cigarrillos, un cuadrado de marihuana del tamaño de un jabón y un
moledor cilíndrico de madera. Desarmó un cigarrillo. Estiró el papel e hizo una
pilita de tabaco sobre la mesa. Colocó un poco de marihuana en el moledor. Lo
giró y la mezcló con el tabaco. Volvió a armar el cigarrillo. Lo fumó mientras
le hablaba de la “quinta”. Dijo que era una picardía que estuviera seca en
invierno, que el año entrante la cubriría con plástico y entonces tendría un
invernadero. No le convidó cigarrillo ni ella lo pidió. Volvió a repetir la
operación y fumó otro. Se recostó en el sofá, muy cerca de la mujer.
Permanecieron callados. El comentario que él había hecho sobre lo fáciles que eran las viejas la desanimaba para
tomar la iniciativa. Aunque era obvio que él había preparado la situación: la
cena cocinada por él mismo, el hermano que se había ido, la segunda botella de vino que sacó de la bodeguita privada de
su padre, el tono lánguido de voz, la luz tenue, la marihuana. ¿Cómo volver a
Buenos Aires si al final no pasaba nada? Era muy probable que el muchacho fuese
torpe y brusco, como cualquier joven. De repente lo imaginó encima de ella,
excitado como un perro y acabando en segundos. Por otra parte, la sensación de
que ella hubiese provocado ese fuego podía ser gratificante.
–¿Y?
¿Qué pasó? –dijo Roberto.
–La
mujer se volvió al día siguiente, un día antes de lo planeado.
–¿Sin
adrenalina?
–Nada.
–No
puede ser. Ningún hombre deja pasar una ocasión así.
–No
entendiste el cuento –dijo Paula, indignada–. Sabía que no lo ibas a entender.
No sé para qué te lo conté.
Roberto no respondió; ambos quedaron mudos durante algunos minutos. La ruta se veía vacía y
más oscura aún, sólo iluminada por la mancha blanca de los faros del auto.
Roberto protestó otra vez porque Paula no había podido salir del banco al
mediodía y ahora debía manejar de noche y era peligroso.
–Yo
sé quién es la mujer –dijo Roberto de repente–. Es tu hermana. Y hay algo que
no cierra, porque hasta ella, que está tan dejada, puede conseguir adrenalina.
Paula
apretó las manos delante de la boca, se mordió los nudillos. Iban por un
bulevar de eucaliptos que era un corredor negro y tenebroso. De golpe vieron un
camión estacionado a la derecha de la ruta. Estaba en la banquina, torcido
hacia la cuneta, como si hubiese desbarrancado.
–Frená,
Roberto –dijo Paula–. Debe haberle pasado algo al chofer del camión.
–¿Qué
puede haberle pasado? –dijo Roberto en el mismo tono cínico con el que había
hablado de la hermana de Paula y su fiasco de adrenalina.
–No
seas tan necio.
–¿Me
estás jodiendo? ¿O me patoteás con el asunto de la adrenalina? El camionero
está durmiendo, y si no, es una treta para asaltarnos.
–¿No
ves que sos retrógrado? El mismo que no entendió el cuento de la mujer y el
muchacho. ¿Y si el camionero tuvo un ataque al corazón y nosotros podríamos
asistirlo y salvarle la vida?
–No
me lo decís en serio. El tipo estaría muerto y nosotros asaltados.
–¡Cómo
pude haberme casado con un retrógrado! Yo, que estudié economía becada por mi
promedio 9.45, vine a casarme con un troglodita. ¡A casarme!
–Querés
que te culeen –dijo Roberto y frenó el auto de golpe. Lo detuvo a cien metros
delante del camión, frente a un gauchito Gil atiborrado de cintas rojas. Dio
tres bocinazos: –Al santito hay que tocarle la bocina para que te resguarde en
la ruta, ¿sabías promedio 9.45?
Roberto
retrocedió el auto a toda velocidad y estacionó a diez metros del camión. Apagó
el motor. Abrió la puerta y salió. La noche era de un color negro impenetrable.
De golpe se levantó un viento fuerte que sacudió las ramas de los eucaliptos.
Paula salió del auto y gritó:
–Qué
vas a hacer Roberto. Volvé. Vayámonos.
Roberto
avanzó hacia el camión y Paula trotó detrás de él. Cuando lo alcanzó, tironeó
de su camisa y le rogó que se detuviera. Roberto se sacudió para soltarse y
siguió avanzando hacia el camión. Llegó a la puerta y trepó al estribo. Asomó
la cabeza por la ventanilla, permaneció unos segundos mirando adentro de la
cabina y de golpe bajó de un salto. Dio media vuelta, tomó a Paula de la mano y
corrió hacia el auto, arrastrándola. El silencio era absoluto, salvo el
crepitar de las cuatro pisadas sobre el pasto seco.
–Pará
ahí, chiquito –oyeron de pronto–. Era una voz muy ronca, de hombre.
Roberto
dio un tirón al brazo de Paula y dos zancadas más hasta el auto.
–Pará
o te quemo –dijo la voz ronca, ahora desde más cerca.
Roberto
abrió la puerta del acompañante y empujó a Paula adentro del auto. Al lado de
él ahora había un tipo en minifalda.
Era muy alto, altísimo, de espaldas anchas. Apuntaba una pistola con las dos
manos.
–Cincuenta
pesos y ella mira.
–Te
doy todo lo que tengo y nos dejás ir –dijo Roberto.
Se
encendieron las luces del camión y dos cilindros grises los alumbraron. La mano
que sostenía la pistola tenía pelos en los dedos.
–A
ver, abrí el baúl –le ordenó, todavía apuntándolo.
El
camión había avanzado y estaba a cinco metros del auto, el motor ronroneando.
Paula oyó el trajín en el baúl. Metió la mano en el corpiño y se quitó el sobrecito de
tela con los dólares para la casita en el Tigre. Los tiró debajo de su asiento.
Cuando bajó del auto, el hombre de la minifalda levantaba el disfraz por encima
de su cabeza. El camionero sacó medio cuerpo por fuera de la ventanilla y
silbó, con silbido de piropo.
–Ponéselo
–le dijo el travesti a Roberto, apuntando a Paula con la pistola en su mano
derecha.
–A
ella no la tocás –dijo Roberto, erguido delante de la punta de la pistola.
–Entonces
ponételo vos. Me parece que a ella le va a gustar.
Roberto
palpó su bolsillo y sacó varios billetes de cien. Los puso delante de su cara y
el travesti bajó el arma. Después le extendió el disfraz.
–Te
lo regalo, usalo con el del mionca.
El
travesti tomó a Paula de la cintura y la alzó, como un trofeo; el camionero
volvió a silbar. Luego la soltó y corrió hacia el camión dando saltitos, como
si quisiera salvar los zapatos del barro. Todo duró un instante. Después, los
apretó la oscuridad del bulevar. Una oscuridad prehistórica, escandalosa.
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