"La liberación no siempre llega desde afuera."
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Esclavitud
es una palabra que rara vez se consulta en el diccionario. Su sentido es claro
y está tristemente arraigado al imaginario colectivo. Se trata de una forma de
privación de la libertad que implica el sometimiento de un esclavizado a un
esclavizador. Por ahora, nada novedoso en esta definición de una realidad que,
lamentablemente, dista de limitarse a los libros de historia. No obstante, su entrada
en el diccionario despliega no una sino varias acepciones. Curiosamente, entre
ellas, aparece: “Sujeción rigurosa y fuerte a las pasiones y afectos del alma”.
Es inevitable detenerse a pensar. Esta interpretación desdibuja los actores
para poner en relieve la naturaleza misma de una condición autoinducida.
Impensada pero indiscutible, la definición está ahí, tan poética como
perturbadora. Por más romántico que suene, ¿es bueno estar rigurosamente
sujetos a nuestras pasiones? ¿Frente a qué otras situaciones nos “esclavizamos”?
¿Es posible ser esclavo de uno mismo? ¿Puede alguien ser amo y esclavo a la vez?
Si estas dudas despiertan cierta familiaridad en el lector, quizás no estamos
hablando de imposibles.
A
menudo nos vemos envueltos en situaciones con las que estamos disconformes y,
sin embargo, no hacemos nada para revertirlas. Nos dejamos seducir por la dependencia.
Encontramos comodidad en el mal conocido por no enfrentar el cambio. Cedemos
ante la adversidad con la sumisión de quien se doblega. La espera por el cambio
que debe salir de nosotros. La rutina tediosa que podría cambiarse. Ese hábito tan
deseado que se vive posponiendo. Como si hubiera una fuerza superior a nuestra
voluntad, a veces parece que decidiéramos
sufrir. Nos volvemos esclavos de nosotros mismos.
Con
más frecuencia, tal vez, nos paramos en la otra orilla: somos nuestros peores
jueces. Sentimos que todo lo que hacemos podría hacerse mejor. Fijamos
expectativas inalcanzables, nos quitamos mérito. Buscamos la perfección en
abstractos que por naturaleza son siempre inacabados: belleza, felicidad, amor.
Nos volvemos autoexigentes muy por encima de cualquier obligación externa. En
distintos escenarios de la vida, podemos atarnos a las cadenas más fuertes o
ser nuestros amos más acérrimos. La esclavitud se ha manifestado en formas
horrorosas a lo largo de nuestra historia, pero quizás la más perversa es esa
que pasa inadvertida: la que se aloja en lo profundo de la mente humana.
Esta
idea despierta innumerables dudas. ¿Es acaso menos condenable la relación de
sometimiento cuando amo y esclavo convergen en un mismo ser? En tal caso, ¿se
condena al amo o se libera al esclavo? ¿Cómo se hace para ajusticiar a uno sin
estar en deuda con el otro? Evidentemente, la única forma de disolver la
contradicción es logrando el desdoblamiento de los roles. Pero para ello,
primero es necesario que la persona amalgamada vea la dualidad en sí. Parece
obvio, ¿no? Pero resulta que no es tan evidente. No solo esta suerte de Dr.
Jekyll y Mr. Hyde logra fundirse en un ser que no consigue distinguirlos, sino
que condena a la persona a ser su propio exorcizador.
Cuando
leí la novela “Una bendición”, de Toni Morrison, la esclavitud desde esta
perspectiva cobró dimensiones que no había considerado antes. Ambientada en los
Estados Unidos de 1690, donde comenzaba a gestarse el tráfico de africanos
hacia el continente americano, “Una bendición” se centra en la naturaleza de la
esclavitud y en sus consecuencias sobre las relaciones humanas, los vínculos
familiares y la identidad. En planos de igual relevancia, expone las vivencias
de esclavos africanos, amerindios, europeos y mulatos, junto con este legado
inevitable que excede la discriminación por raza o por condición social:
concebirse esclavo a uno mismo y ser único responsable de la liberación.
En
una trama de narradores alternantes que se desenvuelve como una espiral in crescendo donde cada voz arroja
luz sobre una misma historia, “Una bendición” va elaborando el viaje de
Florens, esclava preadolescente, hacia el Herrero, único hombre negro libre de
la novela. Entregada como esclava por su propia madre en un acto de
misericordia y desesperación, hecho que la marca profundamente y representa el
conflicto central de la obra, Florens va a parar a una granja donde conviven
esclavos de diversos orígenes con sus dos amos: Jacob Vaark y Rebekka. Si bien
esta jerarquía presupone una clara distinción entre esclavizados y esclavizadores,
el devenir de los hechos demuestra que no solo la polaridad se desdibuja, sino
que la esclavitud se manifiesta en otras formas, mucho más sutiles pero
igualmente crueles.
Florens
debe recurrir al Herrero cuando Rebekka se enferma gravemente. La envían con la
instrucción de encontrarlo y llevarlo a la granja para intentar salvar a su ama.
Esta búsqueda revela una inversión radical de roles: en una sociedad
esclavista, un hombre negro es el único capaz de curar a una blanca libre. En
esta trama central, Florens experimenta un viaje tan físico como espiritual. Desde
su primer encuentro con el Herrero, sucumbe ante sus sentimientos y se entrega
a él. Sin embargo, su amor se transforma en obsesión. Cegada por la devoción,
ve resurgir el miedo al abandono heredado por el traumático alejamiento de su
madre y se vuelve celosa y posesiva. Incapaz de vivir una relación sana y de
valorarse a sí misma de igual a igual ante su pareja, está atrapada ni más ni
menos que en su propia esclavitud. Como si la naturaleza de su condición
contaminara todo aspecto de su vida, parecería que le resulta imposible
concebirse libre. El mensaje de Morrison es contundente: en eso radica la verdadera esclavitud. En
un revelador camino de autodescubrimiento, vemos la lucha interna de Florens por
recuperar su identidad y emprender así el camino de vuelta como mujer liberta. En
palabras de Séneca, “la esclavitud más denigrante es la de ser esclavo de uno
mismo”.
Como
esas ideas que no pueden disiparse una vez concebidas, el lector de “Una
bendición” de pronto ve ejemplos de este tipo de esclavitud por todas partes. Tal
como se evidencia en la debilidad de Rebekka ante el poder sanador del Herrero,
la resignificación de la esclavitud se traslada a los demás personajes de la
novela. Uno es esclavo de su ambición; otro, de su vanidad. Unos heredan
condenas no merecidas, otros parecen dictarse las propias. Si hay una idea que se
plasma admirablemente en esta obra es que ni el hombre más libre tiene
garantizada una vida sin cadenas. Cada quien sabe o, como Florens, deberá
descubrir, cómo está forjada la propia. Pueden ser tan palpables como las que
rodeaban los tobillos de los esclavos traídos a América o pueden atarnos
imperceptiblemente a una identidad que no nos corresponde. Ir en busca de
nuestro Herrero y regresar sin él implica reconocernos a nosotros mismos, ni
más ni menos. Y la liberación no siempre llega desde afuera. La identidad
esconde su llave en un lugar recóndito que cada uno debe aprender a encontrar.
Juliana Cornago.
Bahía Blanca (Arg.) Es Traductora literaria y técnico-científica en inglés. Completó su Residencia de Traducción Literaria en el Instituto Superior en Lenguas Vivas "Juan Ramón Fernández". Está completando estudios de Posgrado en Corrección de Textos en la Fundación Litterae, a cargo de la Dra. Alicia Zorrila, representante argentina ante la Real Academia Española. Se dedica principalmente a la traducción científica, trabajando con investigadores de distintas partes del país. Apasionada por el arte en sus distintas formas, estudió guitarra, canto y percusión. Su interés en la literatura y la redacción la impulsó a escribir columnas literarias.
info@pensamientosliterarios.com | julianacornago@gmail.com
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