Lo Último

¿Esclavitud o no esclavitud? Esa es la cuestión.

Por Juliana Cornago.
"La liberación no siempre llega desde afuera."
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Esclavitud es una palabra que rara vez se consulta en el diccionario. Su sentido es claro y está tristemente arraigado al imaginario colectivo. Se trata de una forma de privación de la libertad que implica el sometimiento de un esclavizado a un esclavizador. Por ahora, nada novedoso en esta definición de una realidad que, lamentablemente, dista de limitarse a los libros de historia. No obstante, su entrada en el diccionario despliega no una sino varias acepciones. Curiosamente, entre ellas, aparece: “Sujeción rigurosa y fuerte a las pasiones y afectos del alma”. Es inevitable detenerse a pensar. Esta interpretación desdibuja los actores para poner en relieve la naturaleza misma de una condición autoinducida. Impensada pero indiscutible, la definición está ahí, tan poética como perturbadora. Por más romántico que suene, ¿es bueno estar rigurosamente sujetos a nuestras pasiones? ¿Frente a qué otras situaciones nos “esclavizamos”? ¿Es posible ser esclavo de uno mismo? ¿Puede alguien ser amo y esclavo a la vez? Si estas dudas despiertan cierta familiaridad en el lector, quizás no estamos hablando de imposibles.
A menudo nos vemos envueltos en situaciones con las que estamos disconformes y, sin embargo, no hacemos nada para revertirlas. Nos dejamos seducir por la dependencia. Encontramos comodidad en el mal conocido por no enfrentar el cambio. Cedemos ante la adversidad con la sumisión de quien se doblega. La espera por el cambio que debe salir de nosotros. La rutina tediosa que podría cambiarse. Ese hábito tan deseado que se vive posponiendo. Como si hubiera una fuerza superior a nuestra voluntad, a veces parece que decidiéramos sufrir. Nos volvemos esclavos de nosotros mismos.
Con más frecuencia, tal vez, nos paramos en la otra orilla: somos nuestros peores jueces. Sentimos que todo lo que hacemos podría hacerse mejor. Fijamos expectativas inalcanzables, nos quitamos mérito. Buscamos la perfección en abstractos que por naturaleza son siempre inacabados: belleza, felicidad, amor. Nos volvemos autoexigentes muy por encima de cualquier obligación externa. En distintos escenarios de la vida, podemos atarnos a las cadenas más fuertes o ser nuestros amos más acérrimos. La esclavitud se ha manifestado en formas horrorosas a lo largo de nuestra historia, pero quizás la más perversa es esa que pasa inadvertida: la que se aloja en lo profundo de la mente humana.
Esta idea despierta innumerables dudas. ¿Es acaso menos condenable la relación de sometimiento cuando amo y esclavo convergen en un mismo ser? En tal caso, ¿se condena al amo o se libera al esclavo? ¿Cómo se hace para ajusticiar a uno sin estar en deuda con el otro? Evidentemente, la única forma de disolver la contradicción es logrando el desdoblamiento de los roles. Pero para ello, primero es necesario que la persona amalgamada vea la dualidad en sí. Parece obvio, ¿no? Pero resulta que no es tan evidente. No solo esta suerte de Dr. Jekyll y Mr. Hyde logra fundirse en un ser que no consigue distinguirlos, sino que condena a la persona a ser su propio exorcizador.
Cuando leí la novela “Una bendición”, de Toni Morrison, la esclavitud desde esta perspectiva cobró dimensiones que no había considerado antes. Ambientada en los Estados Unidos de 1690, donde comenzaba a gestarse el tráfico de africanos hacia el continente americano, “Una bendición” se centra en la naturaleza de la esclavitud y en sus consecuencias sobre las relaciones humanas, los vínculos familiares y la identidad. En planos de igual relevancia, expone las vivencias de esclavos africanos, amerindios, europeos y mulatos, junto con este legado inevitable que excede la discriminación por raza o por condición social: concebirse esclavo a uno mismo y ser único responsable de la liberación.
En una trama de narradores alternantes que se desenvuelve como una espiral in crescendo donde cada voz arroja luz sobre una misma historia, “Una bendición” va elaborando el viaje de Florens, esclava preadolescente, hacia el Herrero, único hombre negro libre de la novela. Entregada como esclava por su propia madre en un acto de misericordia y desesperación, hecho que la marca profundamente y representa el conflicto central de la obra, Florens va a parar a una granja donde conviven esclavos de diversos orígenes con sus dos amos: Jacob Vaark y Rebekka. Si bien esta jerarquía presupone una clara distinción entre esclavizados y esclavizadores, el devenir de los hechos demuestra que no solo la polaridad se desdibuja, sino que la esclavitud se manifiesta en otras formas, mucho más sutiles pero igualmente crueles.
Florens debe recurrir al Herrero cuando Rebekka se enferma gravemente. La envían con la instrucción de encontrarlo y llevarlo a la granja para intentar salvar a su ama. Esta búsqueda revela una inversión radical de roles: en una sociedad esclavista, un hombre negro es el único capaz de curar a una blanca libre. En esta trama central, Florens experimenta un viaje tan físico como espiritual. Desde su primer encuentro con el Herrero, sucumbe ante sus sentimientos y se entrega a él. Sin embargo, su amor se transforma en obsesión. Cegada por la devoción, ve resurgir el miedo al abandono heredado por el traumático alejamiento de su madre y se vuelve celosa y posesiva. Incapaz de vivir una relación sana y de valorarse a sí misma de igual a igual ante su pareja, está atrapada ni más ni menos que en su propia esclavitud. Como si la naturaleza de su condición contaminara todo aspecto de su vida, parecería que le resulta imposible concebirse libre. El mensaje de Morrison es contundente: en eso radica la verdadera esclavitud. En un revelador camino de autodescubrimiento, vemos la lucha interna de Florens por recuperar su identidad y emprender así el camino de vuelta como mujer liberta. En palabras de Séneca, “la esclavitud más denigrante es la de ser esclavo de uno mismo”.
Como esas ideas que no pueden disiparse una vez concebidas, el lector de “Una bendición” de pronto ve ejemplos de este tipo de esclavitud por todas partes. Tal como se evidencia en la debilidad de Rebekka ante el poder sanador del Herrero, la resignificación de la esclavitud se traslada a los demás personajes de la novela. Uno es esclavo de su ambición; otro, de su vanidad. Unos heredan condenas no merecidas, otros parecen dictarse las propias. Si hay una idea que se plasma admirablemente en esta obra es que ni el hombre más libre tiene garantizada una vida sin cadenas. Cada quien sabe o, como Florens, deberá descubrir, cómo está forjada la propia. Pueden ser tan palpables como las que rodeaban los tobillos de los esclavos traídos a América o pueden atarnos imperceptiblemente a una identidad que no nos corresponde. Ir en busca de nuestro Herrero y regresar sin él implica reconocernos a nosotros mismos, ni más ni menos. Y la liberación no siempre llega desde afuera. La identidad esconde su llave en un lugar recóndito que cada uno debe aprender a encontrar.


Juliana Cornago.
Bahía Blanca (Arg.) Es Traductora literaria y técnico-científica en inglés. Completó su Residencia de Traducción Literaria en el Instituto Superior en Lenguas Vivas "Juan Ramón Fernández". Está completando estudios de Posgrado en Corrección de Textos en la Fundación Litterae, a cargo de la Dra. Alicia Zorrila, representante argentina ante la Real Academia Española. Se dedica principalmente a la traducción científica, trabajando con investigadores de distintas partes del país. Apasionada por el arte en sus distintas formas, estudió guitarra, canto y percusión. Su interés en la literatura y la redacción la impulsó a escribir columnas literarias.

info@pensamientosliterarios.com | julianacornago@gmail.com

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