"Creía que esos padres y yo mismo, en el fondo, éramos inmortales."
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Manu Larcenet es, sin dudas, uno de los nombres más representativos de la camada de historietistas franceses que hoy tiene entre cuarenta y cincuenta años. Gran parte de este reconocimiento se debe a “Los combates cotidianos”, historieta que escribió y dibujó entre 2003 y 2008 y que se publicó, originalmente, en cuatro tomos que salieron de forma continuada (y con un año, más o menos, de distancia entre número y número) por las editoriales Dargaud en Francia y Norma en España.
“Los combates
cotidianos” narra el camino que recorre Marco mientras deja de ser un joven fóbico
y solitario para transformarse en padre de familia. Si no fuera porque en la
última entrega el hermano de Marco, su gran compinche en los libros anteriores,
no aparece en todo el tomo (dejando sin resolución la profunda crisis que
sufrió a causa de la muerte de su padre), estaríamos hablando de una obra
perfecta.
Hay una relación mágica
entre esa obra y mi experiencia como lector. A medida que los tomos iban
saliendo, mi vida, al igual que la de Marco, iba modificándose y modificándome.
Al igual que él, al terminar el libro, tampoco era el mismo que al principio; habían
pasado cuatro o cinco años y muchos e importantes cambios. Sin embargo, no voy
a hablar de eso. O sí, pero de manera indirecta.
“Pasé mi infancia temiendo que se murieran mis padres. Desde
el famoso todo el mundo se muere un día, que me soltó un tío mío en aquel
entonces, la cosa se convirtió en obsesiva. ¿Se retrasaba mi madre? ¡Accidente
de coche! ¿Llegaba tarde mi padre del astillero? ¡Accidente de trabajo! Así me
fui haciendo a la idea de su muerte… Hoy día, cuando eso se acerca, comprendo
mejor lo que entonces sólo alcanzaba a vislumbrar… Comprendo que su muerte no
será la mía. Lo cual no cambiará nada el inevitable horror del hecho, pero al
menos no me confundiré de luto. Es lo menos que puedo hacer por ellos.”
De todas las grandes
frases del libro, esta última me quedó en la cabeza, girando, como una canción
de moda, esas que ponen una y otra vez a cualquier hora y en cualquier dial. Quizás
porque me di cuenta de que yo tampoco confundiría el luto cuando esa simple
verdad, eso, ocurriera. Al menos,
estaba seguro de que ya no sería como antes, no como cuando era pibe e imaginaba
eso con una especie de rigor
romántico, como si la muerte de mis padres me pudiera recubrir de una
melancolía encantadora, de una tragedia morbosa y fantástica; como si su pérdida
me pudiera brindar un don poético, un patético y sublime dolor por el cual mi
yo se volvería interesante.
Lo mismo ocurría si
pensaba en mi propia muerte. Importaba lo que en otros provocaría, los
arrepentimientos, las fantasías, la inconsolable soledad a la que arrastraría a
mis afectos. Quizás me permitía pensar así porque creía que esos padres y yo
mismo, en el fondo, éramos inmortales.
Pero
ya no fumo, tratando de alcanzar un colectivo sufrí un ataque de tos de media
hora y perdí, de golpe, la ilusión de la inmortalidad. La ley de la gravedad
existe y, a partir de cierto momento, empieza a hacerse sentir: no estamos
afuera del tiempo, pero tampoco operamos sobre él. El tiempo va y nosotros,
simplemente, lo padecemos.
Veo las fotos de mis padres de
antes de mi nacimiento, e imagino sus combates silenciosos y me digo que soy un
tonto, que por querer ver a dos padres me he perdido dos personas a las que iré
descubriendo después, cuando eso ya
haya ocurrido. Porque mientras estén vivos, su rol anula cualquier otra
posibilidad de acercamiento, como si por ser padres e hijos, cualquier otro
tipo de interacción fuera imposible; más allá de las culpas y las exigencias no
existe nada.
Pero después de eso, vendrán a mí, entre anécdotas,
fotos y pequeños objetos vedados. Entonces sí sabré que no apropiarme de un
luto que no me pertenece me permitirá animarme a ver a aquellos que por estar
tan cerca jamás pude ver de cerca y a aceptar que, como cualquiera de nosotros,
están hechos de perfectas contradicciones, de acompañadas soledades, y que yo
mismo no fui más que una más de sus vacilaciones y preocupaciones, una más en
el medio de otras miles. Y está bien, porque estaban vivos y estaban ocupados
en sus luchas, sus terribles luchas.
Afuera mi hijo juega
con sus juguetes. Debajo de mi cama tengo guardada una caja llena de recuerdos
míos que acumulo para él: diarios de adolescente, entradas a recitales,
pequeños objetos traídos de viajes y, sobre todo, fotos, muchas fotos. Quiero
que cuando eso me ocurra y él se
anime a verme como hombre y no como
padre, tenga algo mío con qué dialogar.
“Los combates
cotidianos” esconden una enseñanza: las cosas “sí” tienen un valor, siempre y
cuando alguien se haya tomado el trabajo de grabar en ellas un mensaje, les
haya soplado palabras secretas que recién se volverán entendibles cuando el
mensajero se haya vuelto viento, se haya convertido, gracias a eso, en un simple y común ser humano
con una vida que contar.
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